La historia como argumento del poder

blankEn el último mes he visto entre escandalizado y sorprendido el aluvión de noticias que en la prensa se refieren al gobernante venezolano Hugo Chávez; muy en especial en la última semana. Unas veces por amenazar a la oposición con los tanques, otras su manejo arbitrario del poder para impedir que los gobernantes opositores que ganaron las últimas elecciones lleguen al poder de sus alcaldías, una más allá por su deseo de reinventarse la forma en que la historia recoge la muerte del independentista, y luego dictador, Simón Bolívar; y la última paranoia es su intención de denunciar una supuesta conspiración entre la CIA, las grandes transnacionales y el periódico español El mundo para difamarlo y expulsarlo del poder. Se diría que la prensa española está obsesionada con él o que el personaje tiene tanta hambre de protagonismo que no puede pasar un día sin provocar la noticia.

La realidad, la triste y absoluta realidad es que Chávez tiene la atención y el beneplácito de parte de su pueblo y de algunos enajenados cubanos que escuchan su torrente de voz aunque no entienden ni decodifican su mensaje. Pero en Europa se le mira con cierto sonrojo y hasta gracia, como el payaso necesario y pintoresco para alegrar el cotarro pero sin tomarse en serio las cosas que expresa.

Creo, sin embargo, que no se deben tomar a la ligera las amenazas y delirios de un gobernante autoritario que, si bien es reelegido en cada cita electoral, tiene un evidente pasado golpista. Chávez será un dirigente pintoresco y medio esperpéntico pero no es imbécil. Cambiar la historia y crearse un enemigo poderoso dentro y fuera de su país son formas eficaces de perpetuarse en el poder de países democráticamente indoctos y fáciles de manipular.

Cualquiera con dos dedos de frente no se cree que los Estados Unidos van a invadir Venezuela, que un periódico español esté aliado a la CIA para difamarlo o que haya conspiraciones internas aliadas a grandes transnacionales para derrocarlo. Pero ese mensaje llega con fuerza a su ignaro pueblo y otros de la América hispana. Derribar la estatua de Cristóbal Colón de la Plaza Venezuela en Caracas, golpear a un periodista en vivo en la televisión venezolana o poner todo un ejército de investigadores a cambiar la historia no son elementos aislados. Son la consecuencia de que su mensaje llega a la masa, hastiada de tantos años de políticos ineficaces y corruptos que reciben al advenedizo que promete como a un mesías.

Castro I, su maestro y mentor, convenció al cubano para mantenerse sumiso y atado de manos con la amenaza de una invasión de los Estados Unidos. Y es que no hay mejor forma de cuidar los muebles de la casa que amenazando a los propios con la inminente intromisión del vecino; y si algunos de los propios duda, los enfrentamos a los convencidos, esos que se gastan un fanatismo a prueba de razones.

De la misma forma, los cubanos no conocen más historia que la de las rebeliones sucesivas de algún pobre contra el poder, sea un indígena conocido como Hatuey o un intelectual llamado José Martí. Se llega incluso a presentar la llegada al poder de Castro I como la culminación de la misma guerra por la libertad iniciada por un terrateniente en 1868. En la historia de las escuelas socialistas cubanas no existen reformistas, pacifistas, consensos, llamadas a la paz, sólo revoluciones, guerras y enfrentamientos; quizás algún anexionista, pero siempre como una lacra, un parásito nacido en las entrañas de un país que anhela la independencia. Ya se sabe: la Historia como refuerzo del poder.

Estos mensajes enlatados desde el poder desembocan en actitudes exaltadas del ciudadano común que desalientan la fe en el mejoramiento humano. En Cuba –y lo será pronto en Venezuela si no lo impiden sus instituciones opositoras– cualquier gesto de ser uno mismo es enfrentarse al poder. Lo es ser independiente de pensamiento, criterio o actuación, mantenerse al margen de la política, incluso tener un nivel de vida superior al del cubano de barrio aunque sea de manera totalmente legal; y todo ello quien lo decide es nuestro vecino, que nos agrede si cuestionamos la fe socialista y envidia nuestros logros o independencia.

¿Quiere decir que el cubano es malo por naturaleza? No, quiere decir que el mensaje de estás conmigo o contra mí ha calado en todas las capas de la sociedad. Si un soldado guardafrontera se enfrenta a ciudadanos que quieren marcharse ilegalmente del paraíso socialista, hunde la balsa antes que convencerlos o coaccionarlos a dar la vuelta. Si un grupo de mujeres viste de blanco y decide salir a manifestarse porque sus maridos han sido encarcelados por tribunales parcializados, el vecino prefiere gritar y ofender antes que mirar con respeto o, cuando menos, curiosidad silenciosa.

Las instituciones –es decir el caudillo, único que manda en el Estado autoritario– alienta y respalda las prácticas déspotas de unos ciudadanos contra otros. No se puede esperar imparcialidad de quien ordena, dicta y ejecuta el bastón de mando de la justicia. Si alguien se excede defendiendo al sistema se le cambia de rostro otorgándole nueva misión y se le justifica pero no se le procesa. Quizás sin saberlo, o del todo consciente, el estado hace suya la teoría Schmittiana del enfrentamiento permanente: mis amigos por un lado, mis enemigos del otro. El poder nace del gobernante personalista y no de las instituciones que ya ni pretenden ser democráticas. Todo se decide por unanimidad y bajo el silencio cómplice de algún discrepante temeroso.

Por suerte en Venezuela aún las instituciones pretenden ser democráticas. La oposición, que nunca debió irse del parlamento caraqueño, es independiente del poder autocrático de Hugo Chávez y, quizás con retraso y poca eficacia, van alcanzando las cuotas necesarias que impidan una nueva Cuba socialista en América.

En cualquier caso lo verdaderamente importante es que Europa y el resto del mundo alcancen a comprender que un bufón es inofensivo siempre que no administre el destino de otras personas. De lo contrario su propio ego lo hará elevarse sobre sus semejantes para someterlos hasta que alguien se atreva a usar la frase de aquel clásico que dijo: ¿Por qué no te callas?

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