Los libros que me formaron II. Los empollones

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blankLeer desencajó mis estructuras, aflojó mis tornillos y todo lo que unían. Descubrir que había un mundo hecho de palabras donde podía viajar desde una butaca hasta Mompracem o el Planeta Aurora, revolucionó unas neuronas que se negaban al enclaustramiento; y todo había comenzado en la niñez, en la biblioteca de Savina.

Me volvió más tímido, callado y observador, un niño con ganas de conocer, pero poco de destacar, con infinitos deseos de preguntar, por mucho que intentaba pasar desapercibido.  No levantaba la mano en clases, aunque tuviera la respuesta, se sentaba en medio del aula para no desentonar, pero, al mismo tiempo, sacaba unas notas tan altas que nadie se explicaba, un niño a quien elogios o críticas le destrozaban el sosiego espiritual.

Los amigos de la niñez y luego de esa adolescencia eran, por lo general, gente como yo, retraída, silenciosa, más empollones que ruidosos, y todos leíamos historias y argumentos parecidos. Nos pasábamos los libros como en otros países se pasan cartas de futbolistas. Aquí cayeron cientos de novelas policiales de Agatha Christie, Hammet, Chandler y parecidos, y luego montones de historias de Ciencia Ficción y fantasía del estilo Jules Verne, Jonathan Swift.

¿No leí autores cubanos entonces?, insistirían en preguntarme. Sí, con seguridad. Recuerdo haber leído y disfrutado montones de historias policiales escritas en Cuba, la mayoría más ideológicas que literarias y que olvidaba tras una semana. De hecho, hoy apenas puedo mencionar alguna trama de aquellas novelas, aunque algunos títulos recuerdo. También leí otro ciento de novelas de ciencia ficción de las que sólo recuerdo una por el impacto que me causó, Expedición Unión Tierra, de Richard Clenton Leonard y que más tarde rechacé de plano por sus infinitos errores.

Sin embargo, sí tengo un autor me voló el cerebro entonces, F. Mond –hasta mucho más tarde no supe que su nombre era Félix Mondéjar– y sus novelas con el personaje Monsieur Larx. Se trata de una serie de novelas difíciles de encasillar porque viajan entre la historia, la ciencia ficción y el humor, cuyos títulos eran Con perdón de los terrícolas, Dónde está mi Habana y Cecilia después o ¿Por qué la tierra? y que mis amigos, los empollones y yo, leíamos de forma ineludible una y otra vez.

De todos los empollones que éramos piña entonces, fue Noel quien más me destrozaba los esquemas. Si yo era un lector que no saciaba su hambre, Noel era una máquina de lectura. Tenía una enfermedad que le obligaba a andar con muletas y, cuando yo podía salir a jugar a la comba o al burrito 21, él tenía que conformarse con Salgari y Asimov. Cuando Noel descubría un diamante me fabricaba una gema.

Las historias de ciencia ficción me marcaron durante mucho tiempo. Debo a este género la mayoría de las lecturas que hoy en día recuerdo en autores como Asimov, Bradbury, Karel Čapek, Tolstói (el camarada, no el conde).

Mi atención no siempre iba tan lejos, pero sí me obligaba a sobrevolar lo trascendente, a aquellas historias que me trasladaban a mundos desconocidos y lejanos que estaban en las páginas de Rudyard Kipling, Jim Corbett, Alexandre Dumas.

Leer era un entretenimiento; lo fue al principio, cuando mi madre me llevó de la mano a la biblioteca de Savina. En mi época de empollón fue necesidad.

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Texto previo: Los libros que me formaron. La biblioteca de Savina

Continúa en: Los libros que me formaron III. El historiador

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