Un dÃa descubrà que podÃa crear mis propias historias de ficción. No fue espontáneo y no recuerdo la totalidad del proceso, tan sólo la primera historia con pretensiones de trascendencia. Las creaciones previas apenas las guardo en mi memoria. Me dicen quienes sà recuerdan que eran textos con intereses de conquista, homenajes amistosos y algún diario de viaje; en fin, nada serio.
Cuando pude cometer el pecado de la creación no sabÃa nada de técnicas literarias, no habÃa leÃdo un solo libro sobre enseñanza de la escritura y jamás habÃa mostrado ni leÃdo públicamente un texto propio. Cuando lo hice el resultado fue desastroso; un texto lleno de lugares comunes, cacofonÃas y repeticiones, pero me dijeron que estaba bien contado argumentalmente y que no deberÃa cejar en mi pretensión como escritor.
¿Dónde podÃa aprender? En los talleres literarios. Fui al primero por casualidad, gracias al reencuentro (por circunstancias ajenas a los libros) con uno de los amigos de la adolescencia quien también escribÃa historias de ficción. Nos dimos valor para asistir a uno de tantos encuentros literarios de la red de aspirantes a escritor que habÃa (no sé ahora si existen) por toda Cuba.
Entrar a un grupo de gente con intereses creativos comunes provocó un cambio que, aunque esperado, fue extraordinario. Descubrir y compartir con gente que también construÃa historias y que recomendaban lecturas que yo no conocÃa o conocÃa sólo como lector pasivo o, apenas, con ojos de historiador fue de una riqueza que aun hoy no puedo calibrar en su totalidad.
A pesar de haber asistido a varios, solo dos encuentros literarios me aportaron ese tesoro: el Centro Dulce MarÃa Loynaz, en Pinar del RÃo, y el Centro Onelio Jorge Cardoso, en La Habana. En ambos hubo aprendizaje: uno de forma intuitiva, el segundo de manera teórica, pero en ambos pude aprender algo más que técnicas literarias; vislumbré el compromiso propio que significa ser creador, compromiso con tu obra y tus lectores, la búsqueda de un estilo y una voz propia, y el desarrollo de tu propia forma de escribir, alejado de ideologÃas o partidismos y pude hacer amigos que hoy en dÃa aun mantengo, a pesar de las distancias geográficas e ideológicas. Más tarde supe que habÃa tenido suerte porque esto no era la generalidad de todos los talleres.
Pude apreciar de forma transparente que la naturalidad por la levitación de MelquÃades, la admiración que produce Sherlock Holmes o la empatÃa que sentimos por Ralskolnikov, era algo más que una simple impresión provocada por la lectura; habÃa unos mecanismos técnicos, unos recursos estilÃsticos y prácticos que persuaden y estimulan a crear esa impresión, y yo podÃa aprenderlos y repetirlos.
Nunca dejó de sorprenderme el nivel cultural y técnico de la mayorÃa de los colegas con los que compartà entonces, las lecturas de las que podÃan presumir y los trucos literarios que mostraban en sus textos me dejaban con la boca abierta. ¿Cómo conocÃan estas cosas? ¿De dónde sacaban aquellos libros que no estaban en las bibliotecas? Fue esto lo que más ayudó en ese proceso, descubrir autores que, por motivos extraliterarios, jamás me habÃan ofrecido en clases o lo habÃan hecho de manera muy superflua o prejuiciada.
La polÃtica soslaya aquello que no la respalda, la dictadura lo prohÃbe. Mi cerebro, el mismo que navegaba sin rumbo por Mompracem, Kumáon o el planeta Aurora, no se ajustaba a la idea de que habÃa lecturas prohibidas. La colisión entre lo que me permitÃan y lo que necesitaba, me llevó a una búsqueda de alimentarme de lo primero. Kundera más que Ibsen, Camus más que Sartre, Vargas Llosa más que GarcÃa Márquez, Borges más que Cortázar, Cabrera Infante más que Carpentier, Lezama más que Guillén. De cada uno de ellos aprendà algo, pero no puedes evitar una parte para conocer el todo; especialmente si la decisión es impuesta.
De aquellas lecturas el autor que más apuntó el camino por dónde debÃa transitar fue Mario Vargas Llosa, con su personal forma de narrar, su riqueza de lenguaje y su aparentemente inextricable forma de organizar las historias. No era consciente entonces, pero he puesto una meta en imitar a los grandes, en aprender de ellos para después crear mi propia forma de narrar y rivalizar con ellos. Los contemporáneos me dan igual. Pero con Vargas Llosa tropecé con un estilo y una riqueza que me costó años abandonar.
Pero todo no podÃa durar para siempre. Los talleres literarios, las escuelas de escritura y todo encuentro destinado a la enseñanza de otros autores y el debate y promoción de la literatura propia, son magnÃficos para el aprendizaje y el progreso de la carrera de un escritor. La concurrencia de voces diferentes enriquece, pero a la vez, si no se sabe salir a tiempo, se convierten en esquemas que es mejor evitar.
Esos encuentros me llevaron, sÃ, a aquella literatura extranjera, desconocida o poco conocida, que enriquecÃan el campo y aportaban el descubrimiento de lo novedoso, pero también llevaba un peso: algunas creaciones hechas por cubanos contemporáneos, a los que podÃas admirar como arquitectos, pero escasamente te ibas a deleitar con el edificio que construÃan. Sin darme cuenta estaba aprendiendo también a amar las herramientas, y no el edificio terminado.
Me di cuenta que mucho de lo que habÃa aprendido lo asumÃa como objetivo y no como lo que era en realidad: materiales para construir. Pensemos en un delicioso plato de cocina, hecho de múltiples ingredientes que nada tienen que ver entre sÃ: en algún momento, las escuelas de escritura producen una receta, apetitosa si atrapas ciertos trucos, pero muchas veces pueden conseguir un plato que se cuece sin ingredientes originales, quizás comestible, pero no embriaga al paladar.
La literatura cubana que yo leà entonces, en su mayorÃa, era como ese plato: llenaba el estómago, pero apenas me producÃa placer. La gran ambición de los escritores cubanos que leÃa parecÃa ir más destinada a construir la gran novela estéticamente impecable y pura de la literatura universal, epatar con el lenguaje y estructuras complejas y, quizás, originales, pero habÃan extraviado el camino en algo fundamental, habÃan olvidado algo esencial de una historia: entretener; y no parecÃan pretender guiarse con la brújula.
Aún no sabÃa por qué, dado que no me habÃa percatado del motivo, pero sabÃa que algo no funcionaba. TenÃa que desaprender lo aprendido; no por inútil, sino por repetitivo, y un viaje inesperado a España lo cambió todo.
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