Nos dicen locos y tienen razón

Por algún motivo los seres humanos siempre estamos intentando aferrarnos a las cosas. Nos aferramos a nuestra pareja, a nuestros libros, nuestros discos de música, la tele que compramos, el coche que nos llevaba al trabajo a diario y a otra ciudad los fines de semana, la casa donde vivimos los últimos cinco, quince, treinta años, donde dejamos parte de nuestros recuerdos, parte de nuestra vida pasada.

Nos aferramos a las cosas con ganas, para luego descubrir que la comodidad que existía, el espacio de bienestar alcanzado era apenas una ilusión circunstancial que cambia con los tiempos. Puedes estar casi gran parte de la vida cómodo, pero no siempre bajo las mismas circunstancias.

Al final comprendemos que en verdad, lo que siempre hacemos, lo que no dejamos de practicar nunca es la búsqueda. Quizás como parte de nuestro pasado homínido la búsqueda es continua, invariable, casi vital. Si comprendemos esta parte sustancial de nuestra existencia, la vida se nos hace más interesante.

Los cambios, luego de creado un espacio de confort, pueden llegar a ser estresantes porque muchas cosas que se alcanzaron con cierto esfuerzo se pierden y porque incomoda la búsqueda de un nuevo y confortable lugar donde dejar caer los huesos.

No todos se atreven a dejar el lugar instituido. La capacidad para deshacerse de lo ganado y buscar desde cero otra vez, es casi privilegio o desconcierto de unos pocos que nos ganamos el calificativo de locos. Y es que existe cierto toque de locura para tomarse los cambios –que son en definitiva, crisis, catarsis de lo existente– como nuevas aventuras que abren espacios novedosos de aprendizaje y felicidad.

Sólo unos locos, en este mundo vertiginoso y materialista, pueden tomar al pie de la letra la búsqueda y no la meta como felicidad, porque es más cómodo y más sencillo tomar lo alcanzado como felicidad, aunque sólo sea un cierto bienestar.

Empiezo una nueva aventura. Comenzar de cero en un país nuevo, una lengua extraña, el aprendizaje de una nueva cultura, una nueva forma de entender el mundo, unas relaciones sociales ajenas y diferentes a las de mi origen; como salir del apacible vientre materno a enfrentarse a un mundo de gente ruidosa y llena de aparatos extraños y desconocidos.

Pero la búsqueda es precisamente lo que nos anima a ver el caos del mundo nuevo como una aventura misteriosa y excitante, es la búsqueda lo que nos incentiva a aprender, a encajar en este incógnito y caótico amanecer.

Es la idea de aprender un idioma nuevo, de poder decir las incongruencias que decimos y que pretenden ser verdades de matemático, no ya en una, ni dos, sino en tres lenguas diferentes, poder tener la capacidad de enfrentarse a Hugo, Balzac y Proust mientras lees “Il est à Paris” o “Ce monde est fou” y no tirar de diccionario o Smartphone para entenderlo.

Al final somos unos pocos, unos locos que, como aquel caballero de traje raído, sombrero de copa y bastón que cambió a muchos nuestra visión del mundo y mantenía su dignidad a pesar de todo, vivimos donde la vida nos exilia, donde el mundo ofrece sus virtudes y tomamos lo que buenamente podemos del entorno donde existimos.

Aprendemos del caballero que comía botas si el hambre apretaba, pero hacía una danza inolvidable en la misma comida con dos tenedores y dos panecillos, que sobrevivía en entornos donde las cosas parecían de locos y aun así, sonríe, y hace sonreír.

Sí, estamos locos, pero así somos igual de felices.

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