Tomboy. Atrapado en otro cuerpo

TomboyHe escuchado infinitas veces la idea de estar atrapado en otro cuerpo. Casi siempre en homosexuales, pero no de manera única. Analizado racionalmente, como ser humano, lo entiendo. Es un lugar común literario (y social) que está cargado de lógica como elemento psicológico: sentir que el cuerpo no acompaña a la mente, la idea de que sentimos algo que físicamente no estamos preparados para ello.

Aunque se le conoce clínicamente a esta idea como disforia sexual, no es exclusiva de homosexuales. He visto ancianos con una extraordinaria lucidez, hacer auténticos disparates porque creen que pueden saltar una barrera física para la cual no tienen un cuerpo dispuesto. Rumiarán luego, imagino, que tienen una mente joven atrapada en un cuerpo improductivo.

Y si bien lo entiendo de manera racional, sin embargo, nunca he sentido el dolor, la impotencia, la sensación embarazosa de estar en un cuerpo ajeno, ni de sentirme emocionalmente unido a esa idea. Hasta ahora. Luego de ver el filme Tomboy, todo ha cambiado.

El nivel de participación como espectador al que te obliga este filme francés me ha hecho sentir los agobios y desazones de su personaje central. Una historia dura, aparentemente trivial y plácida, pero de las que nos obligan a participar, a no quedarnos como testigos imparciales.

Una familia llega nueva a un barrio de las afueras de París; mamá, papá, y dos niños. Acaban de mudarse y la llegada a la nueva casa, el acomodo a las nuevas condiciones, todo va pasando de forma insustancial, como si nada hubiera qué contar, un argumento, en apariencias, insípido y sin emociones fuertes.

Desde el inicio nos impacta la ausencia de música, las imágenes casi planas, la linealidad de los personajes, en un equilibrio casi desesperante que se rompe cuando… Y a partir de aquí, puedes dejar de leer si te incomoda que te cuenten aspectos esenciales de la película, porque es obligatorio para lo que quiero describirte, aunque no creo que ya nada quede por desvelar desde el mismo título y el cartel de la película.

La aparente simpleza de la historia que cuenta Tomboy tiene truco. La idea de la directora Céline Sciamma de que vivamos lo que parece ser algo intrascendente es simplemente una trampa, un retruécano para sobresaltarnos en una escena fundamental pero muy efímera, cuando nos damos cuenta que Michael es en realidad una niña de diez años llamada Laure (interpretada con una solvencia admirable por Zoé Héran), y que esconde su secreto imponiéndose una apariencia diferente a la que en realidad tiene.

Tomboy es de las películas que recomiendo a espectadores exigentes y de paciencia infinita, los que no se conforman sólo con pasársela bien y aprender una moraleja feliz, sino a los que están dispuestos a ir más allá, como el lector activo de la literatura, que además de disfrutar, se retroalimenta y participa de forma dinámica, capaz de escuchar, aprender y tolerar.

Peco por ello. Por naturaleza prefiero el cine reflexivo, que el únicamente emocional o de acción física; y por deformación profesional prefiero el cine europeo (el de origen escandinavo me obsesiona), más objetivo, orientado hacia la imparcialidad de las historias y la libertad del espectador.

En esta película todo se orienta hacia esa libertad; con personajes que intentan semejarse a la realidad, desdibujados como personajes de ficción para comprenderlos como personas reales, y podamos decidir si tienen –o no tienen– razón, según nuestros puntos de vista individuales.

¿Tiene defectos la película? Sí, la tolerancia de los personajes roza por momentos la inverosimilitud; la defensa del ser, la salvaguarda de lo propio, queda algo empequeñecida, justificable porque la custodia viene de una niña de diez años. Pero prefiero que estos detalles no afecten a los demás, sólo a mí, más exigente de lo que debiera.

Importante: Ojo con los detalles. En Tomboy hay que estar atentos a las escenas que parecen más de transición o se nos irán en desbandada detalles que nos ayudan a entender la historia. Si los pierdes, no juzgarás con objetividad muchas de las situaciones posteriores, o las juzgarás de forma equivocada.

Lo más desgarrador de esta historia es la moraleja que nos queda. El final impactante y reflexivo que nos deja con las ganas, que nos obliga a querer defender lo que una niña de diez años no puede, y que nos recuerda las infinitas barreras que nos cambian la vida cuando somos niños, que nos obliga a pensar si merece la pena mantener la protección de nuestra forma de ser a pesar del entorno o claudicar para preservar la aceptación de los que nos quieren. Muy recomendable.

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