Método indirecto de presentación de los personajes literarios
H. G. Quintana | junio 23, 2010
En la caracterización de los personajes en la literatura de ficción narrativa es necesario tener en cuenta algunos aspectos importantes a la hora de presentar los personajes.
Tradicionalmente hay dos métodos esenciales de dar a conocer a un personaje: a través del autor (método indirecto) o a través de sus acciones o de las acciones de otros personajes (método directo).
Ambos métodos son igualmente válidos, si bien la forma más tradicional ha sido la indirecta. Pero la novela moderna, en su afán de semejarse mucho más a la realidad, ha llevado a un uso más frecuente del método directo.
Con el método indirecto el narrador expone de forma autoritaria su opinión sobre el personaje, nos cuenta sobre su vida pasada o presente, sus rasgos físicos y psíquicos. El narrador es totalmente categórico, no da margen a la reflexión y no permite al lector formar opinión alguna sobre el personaje. Este narrador dice todo lo que considera pertinente y no es posible dudar nada de lo que expone sobre el personaje.
Este método ofrece libertad total para que el narrador pueda desplazarse fácilmente en el plano espacial y temporal para ofrecernos toda la información necesaria sobre el personaje. Igualmente nos permite aportar la mayor cantidad de rasgos sobre el personaje en un breve período de tiempo.
Pero esta virtud se puede convertir a la vez en una deficiencia. Este método puede llegar a ser aburrido. Cuando en una larga parrafada introducimos todos los rasgos del personaje, la atención del lector puede desviarse. Así, intentando caracterizar al personaje de una vez, para ganar tiempo, logramos un efecto contrario e inesperado: el lector apenas aprehende toda la información que le ofrecemos sobre aquel.
Observemos la descripción indirecta que nos hace Benito Pérez Galdós en Misericordia:
«Eran tres las que así chismorreaban, sentaditas a la derecha, según se entra, formando un grupo separado de los demás pobres, una de ellas ciega, o por lo menos vestida de andrajos, y abrigadas con pañolones negros o grises. La señá Casiana, alta y huesuda, hablaba con cierta arrogancia, como quien tiene o cree tener autoridad; y no es inverosímil que la tuviese, pues en donde quiera que para cualquier fin se reúnen media docena de seres humanos, siempre hay uno que pretende imponer su voluntad a los demás y, en efecto, la impone. Crescencia se llamaba la ciega o cegata, siempre hecha un ovillo, mostrando su rostro diminuto, y sacando del envoltorio que con su arrollado cuerpo formaba, la flaca y rugosa mano de largas uñas. La que en el anterior coloquio pronunciara frases altaneras y descorteses tenía por nombre Flora y por apodo la burlada, cuyo origen y sentido se ignora, y era una viejecilla pequeña y vivaracha, irascible, parlanchina, que resolvía y alborotaba el miserable cotarro, indisponiendo a unos con otros, pues siempre tenía que decir algo picante y malévolo cuando las demás repartijaban, y nunca distinguía de pobres y ricos en sus críticas acerbas. Sus ojuelos sagaces, lacrimosos, gatunos, irradiaban la desconfianza y la malicia. Su nariz estaba reducida a una bolita roja, que bajaba y subía al mover de labios y lengua en su charla vertiginosa. Los dos dientes que en sus encías quedaban, parecían correr de un lado a otro de la boca, asomándose tan pronto por aquí, tan pronto por allá, y cuando terminaba su perorata con un gesto de desdén supremo o de terrible sarcasmo, cerrábase de golpe la boca, los labios se metían uno dentro de otro, y la barbilla roja, mientras callaba la lengua, seguía expresando las ideas con un temblor insultante.
Tipo contrario al de la Burlada era el de señá Casiana: alta, huesuda, flaca, si bien no se apreciaba fácilmente su delgadez por llevar, según dicho de la gente maliciosa, mucha y buena ropa debajo de los pingajos. Su cara larguísima como si por máquina se la estiraran todos los días, oprimiéndole los carrillos, era de lo más desapacible y feo que puede imaginarse, con los ojos reventones, espantados, sin brillo ni expresión, ojos que parecían ciegos sin serlo; la nariz de gancho, desairada; y, por fin, el maxilar largo y huesudo. Si vale comparar rostros de personas con rostros de animales, y si para conocer a la Burlada podríamos imaginarla como un gato que hubiera perdido el pelo en una riña, seguida de un chapuzón, digamos que era la Casiana como un caballo viejo, y perfecta su semejanza con los de la plaza de toros, cuando se tapaba con venda oblicua uno de los ojos, quedándose con el otro libre para el fisgoneo y vigilancia de sus cofrades.»
La descripción de los rasgos de estas ancianas no deja de ser atractiva, pero el exceso de información puede por momentos provocar una relajación de nuestro interés. Es recomendable, por tanto, cuando se usa este tipo de presentación de los personajes dosificar la información de manera que le lector pueda asimilar la presentación de este personaje en su totalidad.
Más en: Cómo se escribe una novela. Técnicas de la ficción narrativa
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