Tantas veces he escuchado decir que las cosas importantes son aquellas a las que menos prestamos atención, las más pequeñas y, en apariencia, menos trascendentes, que apenas si le he prestado atención al conjunto de la frase. Sucedió hasta hace pocos meses, en que dos vuelcos importantes en mi vida (que no vienen al caso) me han hecho apreciar la vida de otra manera.
En un comentario de una amiga de Facebook sobre la última película de Abbas Kiarostami, me obligó a regresar sobre su cine, y me hizo degustar, con otros ojos, lo que ha sido para mí el gran descubrimiento cinematográfico de los últimos meses. Hablo de El sabor de las cerezas, que como El hijo de la novia en su momento, no tuve capacidad o talento para sacarles el jugo que ahora exprimí.
El sabor… es de esas películas que sólo apreciamos unos pocos. No tiene música como apoyatura del guión, los diálogos son largos, con motivaciones al parecer intrascendentes en sus personajes, con largos silencios centrados en los movimientos o la inacción de un personaje, casi todas las tomas de cámara se centran en el protagonista mientras conduce su coche y hay datos ocultos que a mucha gente le molestaría no conocer.
Nunca sé por qué este hombre quiere suicidarse, no creo que sea importante. Como en los mejores cuentos de Hemingway hay información que no tenemos, pero no nos importa saber, porque hay situaciones más importantes a las que prestar atención. Como en los mejores cuentos de Chéjov, se nos planta en la cara un trozo de la vida sin contarnos los antecedentes del hecho ni en lo que derivará, ni pasado que nos argumente ni un futuro que nos deje respirar aliviados. En cambio, logramos sacar nuestras conclusiones.
Kiarostami nos invita a mirar este trozo de vida, una vida desgastada por motivos desconocidos, un alma arruinada por algún tipo de depresión, y una lucha interior por actuar en contra de aquello en lo que creemos por tradición, educación moral o principios éticos afianzados.
Quizás lo más impactante es ese taxidermista, un tipo con pinta de campesino que no tiene idea de la vida, que no sabe más que de su propio oficio, que sube al coche de nuestro desesperado amigo suicida y le cuenta cómo una vez, los problemas con su esposa fueron tan graves que quiso quitarse la vida:
Llegué a las plantaciones de cerezas. Me detuve allí. Todavía estaba oscuro. Arrojé la cuerda por sobre un árbol, pero no se podía agarrar. Lo intenté una, dos veces, aunque era en vano. Así que me trepé al árbol, até bien fuerte la cuerda… y entonces sentí algo suave en mi mano. Cerezas…
Unas cerezas deliciosas. Me comí una. Estaba suculenta, luego una segunda y una tercera. De pronto noté que el sol estaba apareciendo por encima de la montaña. ¡Qué hermoso sol, qué paisaje qué follaje!
De repente, oigo a niños que se dirigen a la escuela. Se detuvieron a mirarme. Me pidieron que sacudiera el árbol. Las cerezas cayeron y las comían. Me sentía feliz. Luego recogí algunas cerezas para llevar a casa. Mi esposa todavía estaba durmiendo. Cuando se despertó también comió cerezas. Y también las disfrutó. Me había olvidado de suicidarme para regresar a casa con cerezas.
¡Una cereza me salvó la vida!
Felicidad-Depresión, Llanto-Risa, Alegría-Tristeza, Muerte-Vida. Son términos a los que debemos meter en una caja y controlar a nuestro antojo en lugar de verlos como categorías ajenas a nuestro propio ser.
Si recordamos el estudio que hizo la universidad de Wisconsin a Matthieu Ricard que lo identificó como el hombre más feliz del mundo, sus metas y sus aspiraciones no son la estúpida e insípida búsqueda de la felicidad eterna que nos proponen muchos libros de autoyuda, sino el mirarnos por dentro desechando lo más posible nuestras emociones negativas.
Pero sobre todo, potenciando, incentivando nuestro placer por aquellas cosas aparentemente más triviales que tenemos a nuestro alrededor. Esas pequeñas cosas que pasan por nuestro lado llamando infructuosamente nuestra atención mientras estamos preocupados por el índice Dow Jones y el último modelo de Prada.
Aquí es donde hay que detenerse. En esas cosas pequeñas de la vida que como el sabor de las cerezas o la risa de un niño pueden salvarnos del infierno de morir, o de vivir muriendo.
¿La Universidad de Wisconsin ha determinado, seriamente, supongo, quién es el hombre más feliz del mundo? Menuda tontería para gastar el dinero; a estas alturas supongo que el tal Mattieu Ricard haya cogido tremenda depre post investigación universitaria. En fin, no era esto lo que quería decir, Héctor.
Sí que me impactó mucho esta peli cuando la vi por primera vez. No por el tema del suicidio en sí, sino por la manera en que el conflicto interno del personaje se desvela y resuelve en el árido paisaje (aliviado un poco en la improvisada y nocturna tumba, al aire libre, que es como un abrigo maternal) y en los puntos de vista de cada personaje. Siempre son dos actores, el que inquiere y el que no tiene respuestas; siendo una película de muchos silencios, es netamente dialogal, inquisitora. Considerarla una defensa del derecho al suicidio o un alegato contra la religión islámica, que tiene al suicidio como una blasfemia, es harto superficial y puede que falso.
De todas maneras, ni la religión (en tanto tradición al respecto), ni la experiencia o sabiduría de los otros (el soldado, el estudiante de Teología, el taxidermista, etc.) tiene respuestas al impulso suicida de un personaje a su manera religioso y por tanto incapaz de darse muerte por sus propias mano. Tiene cierto temor de no usar su libertad correctamente, que es a fin de cuentas la mayor obligación del hombre religioso.
El sentido común y la caridad, la compasión («sentir con») del taxidermista es lo que más se acerca a una acción (o no-acción) correcta e inteligente, a una solución: «No hay madre que haga por sus hijos lo que Dios hace por sus criaturas», y lo que Dios hizo por él, explica, fue colocarle unas cerezas a mano en su hora más oscura. Darle la noción del ser, iluminarle el Sentido de lo Sagrado (nada más sagrado al creador que la criatura, el ser) a través de los sentidos, del simple gesto de comer, de saborear. No hay mayor afirmación de la vida ni posiblemente aferración mayor a ella que el saciar el hambre, que masticar unas cerezas encontradas, de-gustar.