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Existe una historia, seguramente apócrifa, que propone al pintor Basil Hallward, como autor de un prólogo para una de las ediciones de El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde. Hallward, como personaje al fin, no puede escribir un preámbulo para un libro donde él existe y, por desgracia, la historia no es cierta, pero quienquiera que haya escrito ese pequeño trozo de mentira superior a la realidad que existe sólo en el libro, hizo una pequeña aportación a la literatura haciendo casi real lo que es sólo ficción.
Sin embargo, pensemos en esa idea. En ese fragmento se propone la idea de que Wilde estuvo presente mientras iba dibujándose durante semanas la silueta de Dorian Gray en el lienzo, y en algún momento se lamentó de que la belleza desquiciante del joven desapareciera con la edad, con lo que quedó sembrada en el cerebro del autor la semilla de lo que luego ha sido su obra más conocida.
Mas allá de la fábula y lo literario, ¿Dónde está la verdad del origen de El retrato de Dorian Gray?
Según cuenta Richard Ellmann en un exquisito libro biográfico a Oscar Wilde le encantaba que le preguntaran por el origen de los personajes de su novela y se inventaba cada vez una respuesta diferente. Y, al mismo tiempo, niega que jamás Wilde hubiera posado para un pintor llamado Basil Hallward. Pero lo que sí es cierto y comprobado es que Wilde escribió la novela, en efecto, inspirado en una experiencia personal.
En 1887, en Londres, mientras posaba para un retrato pintado por la artista canadiense Frances Richards, a la que él había conocido siete años atrás en Canadá, Wilde comentó en broma: “Qué tragedia. Este retrato nunca envejecerá y yo sí. Ojalá fuera al revés”[1]
Cierto o no, el impulso para escribirla se la dio J. M. Stoddart, el editor de la revista mensual Lippincott’s Monthly Magazine, que se publicaba en Filadelfia. Según parece el editor intuía que el público estaba interesado en leer relatos de cierta extensión, pero no tan complejos como una novela, y en una visita a Londres en 1889 durante una cena con Arthur Conan Doyle y el propio Oscar Wilde encargó sendos textos a los dos escritores.[2]
El proceso de escritura del relato fue muy rápido. Wilde la concluyó en pocos meses, entregó el manuscrito inicial, en abril de 1890, siete meses después del encargo y fue publicado en la citada revista. Sin embargo, sometió esa versión original a varias modificaciones, añadiendo trozos y quitando palabras y frases innecesarias, hasta que la publicó en forma de libro en 1891, con el texto final que conocemos hoy, aunque al decir esto, no estoy siendo del todo sincero, y lo explicaré más adelante. Se suele decir que, a partir de entonces, “la literatura victoriana cambió para siempre”[3].
Por suerte, –o por desgracia, nunca sabremos–, entre esas modificaciones Wilde se autocensuró, matizó algunas de las insinuaciones homoeróticas que tenía el primer borrador para suavizar la reacción de la crítica. Y digo por suerte, porque si nos hubiéramos centrado en eso, y sólo en eso, quizás hubieran quedado ensombrecidas otras virtudes de la novela como su excelente caracterización de personajes, la poderosa moraleja que tiene sobre la juventud eterna, el arte, la lucha psicológica entre el placer y la conciencia, y otros temas más universales.
Y, aun así, con toda la autocensura, la publicación de El retrato de Dorian Gray generó controversia. Sin duda, aparecieron críticas elogiosas y sensibles en Gran Bretaña y Estados Unidos, y, si bien cautivó a un gran público por su perfección descriptiva de estilo casi fotográfico, también fue criticada, y muy fuertemente, por su supuesta falta de decoro.
La sociedad victoriana la consideró inmoral, y algunos críticos reaccionaron con abierta hostilidad y la tildaron de obra decadente. Se la llamó «vulgar», «inmunda», «venenosa», «desacreditable» y «una farsa». Wilde afirmó dos meses después de haberla publicado haber recibido 216 ataques contra la novela.[4]
En el Daily Chronicle se escribió una crítica que expresaba:
Es un cuento engendrado directo de la literatura más leprosa de los decadentes franceses –un libro venenoso, cuya atmósfera está cargada con los olores mefíticos de la putrefacción moral y espiritual– un estudio presuntuoso de la corrupción mental y física de una juventud fresca, bella y dorada, que podría ser fascinante si no fuera por su frivolidad afeminada, su estudiada insinceridad, su cinismo teatral, su misticismo chabacano, sus filosofías frívolas. . . El Sr. Wilde dice que el libro tiene «una moraleja». La «moraleja», hasta donde podemos recogerla, es que el principal fin del hombre es desarrollar su naturaleza al máximo «buscando siempre nuevas sensaciones», que cuando el alma enferma la forma de curarla es no negar nada a los sentidos.[5]
La crítica fue tan bestia, ayudado por un homofóbico ambiente muy fuerte en Europa, que la Corte Criminal Central de Londres llevó a Wilde a juicio por homosexualidad y la novela se utilizó en su contra. Hoy se puede leer la transcripción total del juicio, que está publicado con un prefacio de Merlin Holland que le hace justicia al alma compasiva de Wilde, quien se defendió en el juicio argumentando que la novela es arte, no realidad, y que el arte no debería ser juzgado por criterios morales.
A propósito de esto Wilde, en posteriores ediciones a la primera que publicó en Lippincott añadió un prefacio para responder a las críticas. Ese prefacio es una de las piezas más interesantes que hoy en día puedo recomendarte sobre la profesión de escritor, sobre la labor del arte y la función del artista en la sociedad. En ese prefacio dejó Wilde escritas ideas como estas:
No hay libros morales o inmorales. Los libros están bien o mal escritos, eso es todo.
Revelar el arte y ocultar al artista es el propósito del arte.
Ningún artista desea demostrar nada. Incluso las cosas que son verdaderas pueden ser demostradas.[6]
Al final, por extraño y absurdo que parezca, Wilde fue sentenciado a dos años de trabajos forzados. El juez Wills que lo juzgó, que había presidido casos de asesinato y violación, sostuvo –y lo hizo muy seriamente– que el delito de Wilde era el peor que jamás había juzgado”. ¡Oiga, y no había redes sociales, que suelen amplificar los sucesos más nimios hasta convertirlos en escándalo! Imagina lo que habría sucedido con Oscar Wilde si hubiera habido un Twitter, un Facebook y un TikTok a finales del siglo XIX. Y, sin embargo, ya vemos que la cancelación no es sólo objeto del siglo XXI.
Seguramente no te revelo nada que no sepas si te cuento la sinopsis. Un joven llamado Dorian, ante la belleza de un cuadro que le han pintado expresa su deseo de vender su alma para mantenerse siempre joven, bello y lozano cono se veía en aquel retrato. Por alguna circunstancia, no del todo explicada en la novela, el deseo le es concedido, pero con un impedimento que no estaba previsto: todo lo que él no envejezca, todo lo que él no sufra, todo lo que haga que afecte a su vida, se transmitirá el cuadro.
La propia idea de hacer envejecer a un cuadro y no a un personaje resulta atractiva, como reto, para cualquier escritor. Wilde logra una eficacia en proponerlo sin mostrarlo, que cuando “vemos” el cuadro por primera vez, ya estamos tan preparados para aterrorizarnos, que lo hacemos como corderitos que van al matadero.
A esto contribuye la muy habilidosa creación y caracterización de personajes. Y por primera vez hablo de “creación de personajes”, que es algo de debería alabarse en toda novela, porque en el primer borrador de El retrato de Dorian Gray, no existían personajes como Sibyl Vane, que fortalecen la estructura y dan consistencia a otros aspectos de los demás personajes.
Se suele hablar del simbolismo en la novela, algo que le venía a Oscar Wilde por su formación francesa, y que utilizó todo tipo de símbolos como flores, colores y objetos para transmitir ideas más profundas. Sin embargo, como lectores eso no nos preocupa en absoluto, ni siquiera te darás cuenta, salvo que tengas una alta providencia en el movimiento simbolista o que alguien te prevenga, pero insisto, no nos sirve para nada.
Pero lo que sí nos interesa, es el motivo por el cual hoy en día seguimos leyendo esta novela y nos sigue cautivando. Y aquí, me atrevo a decir que es por la forma tan inteligente de mezclar la realidad y la fantasía.
En Occidente estamos acostumbrados a que el terror viene de otro lado; la muerte, un experimento, el espacio exterior, otras dimensiones. En El retrato de Dorian Gray, el terror está en algo cotidiano y poco dado a producir horror, como un cuadro. Esto es algo que actualmente vemos mucho en los filmes de terror japonés, donde una simple llamada de teléfono o una cámara de fotos puede ser el comienzo de una historia terrorífica con consecuencias devastadoras.
Wilde provoca que nuestro terror esté ahí, en un objeto inanimado, al que nos oculta durante gran parte de la novela y, sin embargo, como lectores no estamos seguros de querer “ver”.
Y todo esto se hace con personajes trabajados, diálogos inteligentes, en especial los de Lord Henry Wotton, que están repletos de frases paradójicas y aforismos que reflejan un pensamiento estético que lleva toda una filosofía de vida.
En esto, si quieres ir más lejos, podemos considerar ese cuadro como un personaje más que actúa como un doppelganger, el otro ser, el doble, el otro yo. Y esto era bastante original en la literatura en 1890. No es nuevo, pues ya Stevenson lo había hecho unos pocos años antes (1886) en su El extraño caso del Doctor Jekill y Mister Hyde, pero como en la novela El retrato de Dorian Gray de que el doppelganger sea un retrato que actúa como reflejo moral y corporal de un personaje real, acumulando las señales del tiempo y la corrupción que el personaje elude físicamente, era algo que parecía bastante nuevo. Esto, si obviamos el mito de Pigmalión, aunque Dorian Gray y el mito griego no son exactamente lo mismo.
Es llamativo que una novela tan visual, tan descriptiva, carga de símbolos e imágenes poderosas, no haya sido más abordada por el cine. Las más conocidas son The Picture of Dorian Gray (1945), dirigida por Albert Lewin y con George Sanders, Donna Reed y Hurd Hatfield, que hace de Dorian Gray; una película elegante, pero limitada en caracterización de personajes. Existe una de 1977, dirigida por Pierre Boutron, bastante imaginativa, poética y bien actuada, aunque más cerca de la novelística romántica francesa que de la novela de Wilde.
Y, por último, Dorian Gray, de 2009, de Oliver Parker, con Ben Barnes, en el la piel de Gray, y el excelente actor Colin Firth. Esta es bastante más cercana de la novela original, aportando las dosis adecuadas de terror y romance que se puede apreciar en el texto de Wilde. Aunque en realidad, la crítica la trató bastante mal.
Como conclusión, y a pesar de las terribles consecuencias que trajo la novela para su autor, quien terminó exiliado y con otro nombre en Francia, El retrato de Dorian Gray es hoy una de las novelas más icónicas de la literatura inglesa.
A pesar de la polémica, y quizás en parte gracias a ella, aunque yo creo que no es por eso, la novela ha perdurado como una obra fundamental de la literatura. Su exploración del hedonismo, la corrupción física y psicológica, y la belleza estética que tiene ha influido en generaciones de escritores y sigue siendo objeto de análisis y debate.
No sé si lo he dicho alguna vez, pero algo que se repite en la mayoría de los clásicos u obras más aclamadas por público y crítica es la multi lectura. Una novela o una película, que podemos disfrutar personas disímiles y cada cual advertir un mensaje diferente, es lo que provoca que volvamos sobre ellas una y otra vez, sin importar la edad, el nivel cultural o la posición social que tengamos. En mi caso, El retrato de Dorian Gray, me obliga a pensar mucho en la labor creativa.
Oscar Wilde hizo decir a Lord Henry Wotton que “el único medio de desembarazarse de una tentación es ceder a ella”.[7] Esa tentación que muchos interpretan, y probablemente tengan razón, como vicios morales, yo la veo como cualquier elemento con el que te obsesiones y tienes que quitártelo de encima para poder fijarte luego en lo que importa.
Y a mí me recuerda a la profesión del escritor. Quien escribe ficción ha tenido esa oculta fascinación por algo que no existe y que no lo abandona hasta que lo saca de dentro.
Ser escritor, incluso más, ser artista, obliga a un análisis concreto de la realidad que supera, con mucho, lo básico de la supervivencia y eso, para mal o para bien, construye personas inconformes con la realidad. Escribir, pintar, crear, es casi un acto de rebelión y, como acto de rebelión, hace a su portador un ser humano diferente, incómodo, por más que socialmente aparente otra cosa.
Quizás esa imagen visual del hombre que se sacrifica (o se duele) en vida creando mientras en la soledad de su cuarto una parte de sí mismo envejece en una pintura, no es sólo una fantasía colocada casualmente en la mente de un creador. Quién sabe si crear artísticamente es una forma de soltar las tentaciones para poder seguir viviendo.
Pero esto, es una simple interpretación personal, que quizás, no tenga nada que ver con lo que se lee en la novela. Tú, al final, tendrás la tuya, y será igual de válida.
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[1] Richard Ellmann, Oscar Wilde (London: Penguin, 1988), 295.
[2] Ibid.
[3] Ibid., 296.
[4] Oscar Wilde, The uncensored Picture of Dorian Gray (Cambridge, Mass.: Belknap Press of Harvard University Press, 2012), 5. (Mi traducción)
[5] Ibid.
[6] Oscar Wilde, El retrato de Dorian Grey, Clásicos (Estados Unidos: Plaza Editorial, 2012), 7.
[7] Wilde, The uncensored Picture of Dorian Gray, 74.