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En esta semana he asistido a un debate muy interesante entre Marta, de No sólo clásicos, y David Pérez Vega, de Bienvenido, Bob sobre si para opinar de libros, o más concretamente, de literatura, hay que estudiar una carrera universitaria.
El debate entre ellos ha sido amable, y si lo analizas con detalle, hay una postura común entre ellos en la que yo estoy de acuerdo, y es que la literatura es un patrimonio común del ser humano, y no es necesario tener un título colgado en la pared de casa para tener una opinión y expresarla, sobre Frankenstein o La montaña mágica.
Este tema lo he abordado alguna vez, desde el punto de vista que yo creo que complementa lo que dicen ambos. O quizás me equivoco porque, cuando menos, lo dejan bien apuntado, pero yo puedo aportar un granito de arena al tema desde la butaca del creador de ficción que ha estudiado, mucho, las técnicas literarias.
El tronco del aprendizaje de mis estudios literarios ya los he explicado en un capítulo de un libro que está concursando en un premio y por tanto no creo que deba hacer público ni el título del libro ni del capítulo, pero sí hablar del tema de la paradoja que he encontrado entre el análisis de texto, la historia literaria, la teoría de la literatura, y la escritura creativa. Permítanme hablar de algunas paradojas entre Academicismo, autodidactismo y creación ficcional.
Empiezo de la manera que no se debe empezar un argumento. Parece que estoy presumiendo cuando digo que tengo dos másteres: uno en Historia por la universidad de La Habana y otro de Artes, letras y Lenguas por la universidad de Tours, en Francia. Pero lo menciono, no por presumido sino porque ayudará a que se comprenda que es probable que solo el 30% de mi trabajo y vida profesional actual se deba a que tengo esos dos títulos que podría colgar en mi pared. El resto es recorrido personal, esfuerzo, años de aprendizajes y lecturas desde una fábula de Esopo hasta el Ulises de Joyce.
Sí, es de esperar, como profesor universitario he dado clases desde expresión o comprensión oral y escrita hasta gramática, pero de la misma manera he dado clases de historia del derecho internacional o de técnicas narrativas y escritura, tanto en talleres literarios, centros culturales o facultades universitarias de letras o derecho. Lo cual es bastante amplio y diverso.
Y aunque me haya servido mi profesión reglada, esa que te da el título que cuelgas en la pared, lo que realmente me ha permitido hacerlo ha sido el esfuerzo y la curiosidad personal.
Yo estuve en algunas formaciones literarias en Cuba orientadas al aprendizaje de la escritura narrativa, concretamente en uno o dos de esos talleres literarios donde se estudiaba mucho sobre técnicas narrativas; y no paraba de aprender cosas que yo no conocía, al menos de manera oficial.
La dinámica de este tipo de talleres era traer tu propio cuento, relato poema, fragmento de novela o parecido, leer en voz alta y escuchar los dictámenes del resto, donde había de todo tipo de opiniones. Lo mismo había uno que decía que tu texto era malo, alguno podía decirte caca en su acepción más cruda, que otro hablaba de la originalidad, que un tercero te soltaba aquello de “me parece bien escrito, pero no me llega”.
Lo que más había en ese grupo, por suerte, era una fuerte sinceridad profesional, con discrepancias creativas y hasta humanas, pero sabías que muchos de los que allí estaban, que luego han sabido labrarse algún camino profesional, incluso, fuera de Cuba, te iban a dar argumentos de peso para valorar tu texto, y muchas veces te ibas con la sensación de que habías aprendido algo sobre técnicas narrativas, ya sea el impacto en el lector de la longitud de las oraciones hasta cómo usar bien el narrador testigo, por poner algún ejemplo.
Mientras yo aprendía estas cosas, me preguntaba, ¿y porqué yo no tuve este tipo de enseñanzas en la universidad? Al principio mi respuesta era una obviedad. Yo estudié literatura dentro de un corpus más amplio que era la Historia social del arte y la literatura.
Para las salidas profesionales que se suponía que yo iba a tener en mi futura vida laboral, importaba menos el uso del narrador en la novela que la inclusión de la obra en un universo geográfico y temporal que permite establecer patrones socioculturales entre dos obras literarias. Pero he enseñado ambas cosas frente a un aula llena de gente.
Alguna vez he comentado que cuando me presento por vez primera frente a un grupo de estudiantes entre las cuestiones que suelo aclarar es que soy antes novelista que profesor universitario, que suele ser a la inversa de la mayoría de los catedráticos que conozco que escriben tras la experiencia académica.
Y tiene su importancia porque he visto las diferencias del análisis de texto cuando pesa antes la visión del escritor que los análisis teóricos sobre la literatura, o viceversa. Seré más específico.
Una vez, siendo alumno de los últimos años en Artes y letras, presenté una investigación sobre los paralelos entre el cine y la literatura y uno de los jurados cuestionó una frase de mi tesis porque a su juicio lo que yo expresaba era válido para la literatura occidental, pero no para la creación literaria oriental. Esta es una de las dificultades más comunes que suelo encontrarme en mi experiencia entre ser autor de ficción y profesor universitario.
Existe como un abismo, quizás no muy grande, pero suficientemente llamativo, que separa todo lo que es Teoría literaria, más propia de la academia, con lo que se llama Escritura creativa, que hasta hace muy poco era cosa de autodidactas. A mí no me gusta ese apelativo, me resulta reiterativo y poco fiable, pero se ha generalizado y todos lo entienden, así que nos sometemos a él.
En Teoría literaria se suele usar el método más fiable que ha encontrado el ser humano para estudiar fenómenos: la creación de patrones, de un lógico marco de estudio práctico donde encajen dos o más fenómenos distintos, o como dicen en los estudios oficiales: la creación de una práctica que permita llegar a un criterio valorativo lo más cercano posible a la verdad.
Me gusta poner el ejemplo de que cuando se rompen 98 botellas de vidrio, de cada 100 que tiramos al suelo, y no pasa con 100 monedas de un euro, la verdad no es que el universo es cruel y despiadado con las botellas y misericordioso con los euros, sino que las botellas de vidrio tienen un material más frágil que las monedas de un euro. Y eso es una verdad que, si alguna vez pasa lo contrario es una excepción, y no deja de confirmar la regla; así llegamos los humanos a la verdad, con la práctica.
Esta lógica científica la repetimos en literatura en el mundo académico. Teoría literaria y Crítica literaria, (que estudian los elementos que nacen del propio texto) o Historia de la literatura, (que analiza las creaciones literarias en su entorno sociohistórico y no siempre fijándose en sus similitudes formales o estéticas) da igual la rama que sigas o busques, todas implementan el ejemplo de las botellas: la creación metódica y práctica de un conjunto de pautas, reglas o principios teóricos sobre algo que se estudia y que permita compararlo con otros objetos similares en las mismas condiciones.
En la literatura, (digo más) en las ciencias sociales, que no se reconocen como exactas, esto es un problema. Piensen, si no nos ponemos de acuerdo en las ciencias exactas, basta recordar la COVID, las vacunas, la llegada a la luna, etc. ¿Qué podemos esperar de las ciencias sociales? En la Filosofía, la Historia, y ya puede llegar al caos en la literatura dado que las virtudes de un texto literario son subjetivas y, no pocas veces, alejadas de la forma de buscar la verdad de las ciencias exactas.
En la literatura crear unos principios que permitan analizar dos textos distintos, de dos épocas y de dos países diferentes, es aún más engorroso dado que intentamos comprender un campo que abarca múltiples y diversos criterios subjetivos. ¿Qué es literatura y qué no lo es? ¿Qué lo era en el siglo II A.C. en Grecia y qué lo era en la Francia de Luis XIV? ¿Cómo entendían la literatura en el Egipto de El libro de los muertos y cómo en la Colombia de la novela El olvido que seremos?
Y para complicarlo más, existe un montón de acercamientos a la Teoría literaria que recitan de carrerilla las diferentes escuelas o movimientos críticos que forman una teoría; muchos académicos agarran un cúmulo de cláusulas y enfoques que muchas veces son hasta diferentes entre sí y hacen encajar en ese corpus inventado todo lo que les parezca y que les llevan a los resultados que les interesan: estructuralismo, deconstrucción, feminismo, psicoanálisis, marxismo, nuevo historicismo, y todo que quieras mencionar; el problema es que si eres escritor de ficción o pretendes serlo, todo te parece igual y apenas aprendes ahí nada sobre la escritura de textos de ficción.
Cuando yo fui consciente de todo esto, comprendo la oposición del académico a aceptar mi propuesta de establecer un argumento que semeja una obra de la literatura occidental y con otra de la oriental porque su propia formación académica le impide admitirlo.
Para poder aceptarlo, o cuando menos, crearle una duda, debe ser capaz de salirse de la norma, de la verdad que le inculcaron a lo que ya hablamos de que “si te dan papel pautado, escribid por el otro lado.” Y sacar a un académico de ahí sólo podrá ser posible si él mismo tiene deseos de cuestionarse su propio universo formativo.
A un académico de la literatura sea de la rama que sea, si lo sacas de la base histórica y social que crea con sus basamentos teóricos, le cuesta asumir que existen puntos de comparación entre La novela de Gengi(Gengi Monogatari), escrita por Murasaki Shikibu en Japón a principios del siglo XI, (y considerada por muchos como la primera novela escrita de la Historia) con La carretera(The Road), de Cormac McCarthy y que sale repetidamente como una de las mejores novelas escritas del siglo XXI.
Y para un autor que pretende escribir una novela, ¿le sirve de algo saber las condiciones en las que se crea su obra literaria, le preocupa el entorno, las influencias o los elementos intertextuales que la forman? ¿Le interesa analizar su calidad estética, o el estilo concreto que permite diferenciar su texto de otro autor?
Pues mi experiencia personal y de otros autores con los he vivido profesionalmente, por lo general, no sirve para nada. A ver, si sabes estos catecismos teóricos y académicos es mejor; el conocimiento, si lo asimilas de forma intuitiva, no pesa y puede ayudarte como escritor de novela, pero como lo incorpores como forma de escritura, pensando en tu lugar en la literatura mundial, o nacional o la forma en la que se insertará esa novela en el panorama literario crítico de tu generación, y tonterías similares, puede que termines por no escribir nada, porque te bloqueas, o que te salga una cagada.
Te digo más, puedes estar escribiendo la mejor novela de tu generación o de tu siglo sin ser consciente de ninguna de estas cosas teóricas o, al contrario, tener toda esa información y creer que estás creando la mejor novela de la historia cuando estás escribiendo una bazofia.
¿Por qué? Porque en la creación literaria también hay algo de misterio impredecible, donde, he dicho muchas veces, 2+2 no es igual a 4. Tú puedes ser experto en teoría literaria, un sabio de la escritura creativa, y planificar al dedillo una novela, tener concebido cada capítulo y los personajes que interactúan en cada uno de ellos, ya sabes dónde está la escena obligatoria, qué personaje es el bueno y cuál es el malo, cual es la historia y el argumento de la novela, las motivaciones de todos los personajes, y en el momento en que te sientas a escribir, una simple frase que no esperabas, en un diálogo que dice un personaje, te obliga a cambiar toda la estructura concebida.
Pero eso no debe impedirte aprender.
La enseñanza de técnicas literarias hasta hace muy poco en términos históricos era una especie de palabra de Satán. Lo que hoy en día mencionamos como escritura creativa, que viene orientada más a la enseñanza práctica de los métodos para escribir ficción, hasta hace nada era un sacrilegio.
Cuando el escritor y académico francés de origen español Antoine Albalat publicó en 1899 su libro L’art d’écrire enseigné en vingt leçons, que yo mismo traduje al español como El arte de escribir, tuvo una oleada contraria de académicos e intelectuales críticos tan agresivos que les faltó sólo llevarlo a la hoguera. ¿Cómo se le ocurría a Albalat pretender que todos los plebeyos del mundo pudieran aprender el noble arte de la literatura?
Esa mentalidad cuadrada de puntas romas no ha desaparecido. Todavía escuchas a gente cultivada hablar del escritor que nace y que todo el que no tenga esa inspiración de nacimiento, debería abstenerse de escribir.
Cuando yo me preguntaba en su momento por qué nadie me enseñó el arte de la escritura en la carrera que estudié, mientras aprendía técnicas literarias o escritura creativa en el Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso de Cuba, tenía algo de lógico preguntarlo. Me lo seguí preguntando cuando cursaba Artes y letras veinte años más tarde, pero también era lógica la respuesta que yo me daba. Yo creía que existían otras carreras concretas, como la propia filología donde sí se enseñaba a escribir ficción. Pero la vida me terminó enseñando que estaba equivocado. Al menos en parte.
Mi formación académica por allá por los finales del siglo XX y principios de este era la Historia, donde una de las asignaturas fundamentales era Historia social la literatura y el arte. Era de esas materias que arrastrabas de semestre en semestre, porque ibas pasando de época en época histórica en función de otra materia troncal que podía ser Historia Antigua o moderna o contemporánea o de América, etc.
Aprendías entonces que La epopeya de Gilgamesh, era consecuencia del mundo antiguo de Mesopotamia, las novelas de Dickens de la Revolución industrial y fuera de ahí era difícil que alguien te hablara del narrador o el punto de vista, y yo me molestaba a ratos porque, si bien me había gustado la historia y estaba feliz de cursarla, había momentos en que me veía dentro de un aula de filología aprendiendo técnicas narrativas.
Y resulta que tampoco era así.
Ya bien avanzado mi mundo profesional en el campo de la literatura, unos cuantos años después de haber sido máster de Historia, recuerdo haber sido de ayuda a una chica muy maja, que era licenciada en filología y, en principio, debería tener más herramientas que yo para el trabajo que realizaba como editora, pero que al final, no se sentía preparada. En una conversación me dijo que ella estaba impresionada como en nuestros talleres hablábamos de términos y técnicas que ella apenas había oído mencionar.
Y era ella muy inteligente, probablemente tuviera una inteligencia práctica mayor que la media. Estoy seguro que si en lugar de Filología, hubiera ingresado en ciencias físicas o filosofía, hubiera aprobado con nota sobresaliente. A mí se me sacan de las letras y algunas ciencias que tienen que ver con entender la anatomía y la mente humana, me destrozarían la vida. Yo soy más de entusiasmos e impulsos; si me aburriera seguramente sacaría unas notas pésimas.
Resulta que cuando intercambiamos ella me sacó de aquel error que yo tenía de que sí estudiaba técnicas literarias en Filología. A ver, quiero matizar, sí estudió muchos elementos que son básicos y esenciales para el análisis de texto y dentro de las cuestiones formales literarias, le enseñaron las figuras retóricas y/o literarias que, tras muchos años de conocerlas, son un incordio más que una ayuda para el que escribe narrativa de ficción.
¿Es malo conocer las figuras retóricas y literarias? ¿Es útil saber lo que es un hipérbaton, una paráfrasis o un oxímoron? La respuesta es la misma que doy para el escritor que no sabe sobre el camino del héroe, o si su obra se inserta en un universo consecuencial de una época o cualquiera de esas cosas. Si lo sabes, mejor, no pesa el conocimiento; y si la figura o la técnica literaria concreta que usas en la novela que estás escribiendo en ese momento, te viene espontánea como la mejor manera de emocionar al lector, has dado con una situación creativa perfecta.
Pero puedes no tener ni idea de qué es una figura retórica o literaria o una técnica narrativa concreta, escribir una novela donde uses un recurso técnico porque lo aprendiste de manera instintiva en Madame Bovary, y terminar triunfando como escritor sin saber que hiciste hasta que viene el primer crítico y te pregunta: ¿cómo fue la decisión del discurso indirecto libre en lugar de un punto de vista omnisciente? Y tú te quedas con cara de bobo, porque lo que hiciste fue sólo contar una historia.
Después de dialogar con mi amiga, me doy cuenta que a ella le habían enseñado a escribir lo mismo que mí: los rudimentos de la escritura académica, matizar todo el rato las opiniones, aportar la fuente a cada dato que pones, organizar una bibliografía, colocar unas citas, pero al salir de lambas carreras, yo de Historia y ella de Filología, probablemente no estaríamos preparados para escribir un relato de ficción, aún menos una novela.
Luego he preguntado a filólogos de otros países, o que se formaron en otras universidades y la experiencia no era muy diferente. Sí, les enseñaron lo que es una elipsis como forma de analizar un texto literario, pero nadie les dijo que podían usar una técnica literaria como el dato escondido o los saltos de muda, con el que podrían ellos mismos escribir historias de ficción.
La situación ha cambiado. Ya existen licenciaturas, másteres y facultades enteras donde la especialización es la escritura creativa. Y muchos salen tan preparados como un teórico de la literatura, pero con mejores herramientas para acometer ficción o analizarla desde el punto de vista del propio creador narrativo; y lo que es mejor, con la mente más abierta para bascular entre argumentos que son paralelos entre obras narrativas de dos culturas diferentes que puede ser comparadas entre sí, desde el punto de vista creativo.
Yo tuve que aprenderlo llenando el esqueleto que recibí en la universidad. Y tuve suerte de aprenderlo tan bien, que pude ayudar a mi amiga a hacer lo mismo.
Pero en mi caso concreto yo había tenido algo que ella no tuvo: en mi niñez una vecina amiga de mi madre con una biblioteca inmensa, en la adolescencia un grupo de amigos que casi competíamos en lecturas y nos pasábamos los libros, y en mi adultez la necesidad de la búsqueda de la verdad que no encontraba más que en los libros. Sí, el paso por la academia me iluminó culturalmente en muchos ámbitos de la sociedad humana, que muy otras pocas carreras universitarias pueden aportar. Cuando aprendí los primeros rudimentos del arte de la escritura, el bagaje previo que tenía era bastante grande.
Pero eso no es lo que ha pesado en mi vida profesional actual. Algo que tengo desde niño y no se apaga con más de 50 años es la curiosidad, unas ganas inmensas de conocer las cosas, cuando no puedo explicármelas. Cuando encuentro algo que no sé, desde cómo se monta una memoria RAM o un procesador en un ordenador hasta las respuestas del cerebro ante circunstancias creativas, me meto a estudiarlo; no por saber, no por acumular conocimiento, sino por simple curiosidad; porque no me vale que otro venga y me lo explique.
A modo de ejemplo. Cuando yo terminé el bachillerato se implantaron por primera vez en Cuba las pruebas de acceso a la universidad. Tenías que vencer esos exámenes y sumar la nota a la que ya traías de los tres años preuniversitarios. Muchos alumnos de mi clase y otros, se enfrentaron a los exámenes con las notas de clases que dieron los profesores. Yo me veía raro repitiendo aquello como un loro, no me resultaba lógico ni natural argumentar cosas de memoria en las que no creía.
Así que hice algo que, al menos en mi clase, nadie hizo: me fui a la biblioteca (de Internet no existía ni la palabra que hoy lo define) a leer los textos que eran objetos de estudio y me leí en varios días La casa Bernarda Alba, de Federico García Lorca, Cazadores cazados, de Jan Carew y cuanto texto más había para el examen de literatura. La nota que saqué fue altísima y fue la que me permitió acceder a ser Historiador 7 u 8 años más tarde.
Cuando yo estaba en la universidad tuve muy buenos profesores, es probable que los mejores posibles en Cuba en ese momento, y no todos eran cubanos, y de todos me llevé algo importante más allá de la asignatura que impartían; desde perder la timidez para expresarme oralmente, hasta sentir amor por la filosofía, que desde que era niño me daba más problemas que una tarántula en la espalda.
Marta, de No sólo clásicos cuenta una anécdota hablando de lo que significa para ella la literatura que me conmovió: una profesora le dijo que cuando uno no lee, entra en una habitación y sale por la única puerta que conoce, cuando sí lees descubres que hay muchas puertas para entrar y salir de esa habitación que ni siquiera habías visto antes.
A Marta, le pido permiso para citarla cuando hable de la lectura y de paso le ofrezco otra, que yo aprendí para la historia, pero que va mucho más allá.
Una de esas grandes profesoras que tuve en la universidad -de las tuve enseñanzas más allá de las materias que impartían-, fue Lillian Moreira, uruguaya de nacimiento, que me enseñó que las personas inteligentes que conoces y tienen opiniones contrarias no son tontos burgueses o marxistas que saben nada, que sus opiniones están fundamentadas en algo que debemos descubrir.
Pero no es esto lo que mejor me enseñó.
Lo que mejor me llevé de Lillian Moreira y que ofrezco a Marta, pero también a David es que nos dijo una vez algo más o menos así: Vuestra carrera, y todos los estudios universitarios, en definitiva, os crearán un esqueleto que os permitirá poneros en pie, pero que no está completo sin músculos, carne y piel, eso que cada uno de vosotros debéis llenar por vuestra cuenta en la vida diaria, y entonces podréis saber andar solos.
Para mí, fue la más grande de las moralejas que me llevé y que practico cada día.