Birdman. Un retrato de la caverna platónica

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birdmanUno de los debates más recurrentes de la modernidad (o la postmodernidad, según algunos) es el de la llamada civilización del espectáculo. Esto es, según dice Mario Vargas Llosa en un libro de título parecido, la de la realidad de “…un mundo donde el primer lugar en la tabla de valores vigente lo ocupa el entretenimiento, y donde divertirse, escapar del aburrimiento, es la pasión universal.”

Nada hay de negativo en querer divertirse, es incluso recomendable, según no pocos psicólogos, neurocientíficos y otros profesionales que estudian el cerebro y el comportamiento humano. El problema viene cuando la diversión es la única fuente de adquirir valor, cuando se relega el conocimiento, o los pasos que se dan para obtenerlo, como un pasatiempo más que puede ser soslayado.

Evadirse, enajenarse, irse a lo fácil es el trasfondo de la película Birdman, del muy destacable director Alejandro González Iñárritu, genio del que también han salido maravillas como Amores perros21 gramos o Babel.

Esta vez Iñárritu nos trae a un actor marcado fuertemente por haber interpretado a un superhéroe en una película de éxito, que intenta salirse del encasillamiento propio, pero sobre todo el que viene del público, haciendo teatro.

El filme nos deja varias virtudes, entre las que se está enfatizando la magnífica actuación de Michael Keaton, de quien curiosamente apenas se recuerda casi nada luego de su saga Batman, y quizás algunos intentos fracasados como director, lo cual no parece una casualidad.

Riggan, el personaje que representa, es un tipo contradictorio, mórbido a ratos, polémico si se quiere, con un conflicto interior que lo hace oscilar entre el favor y rechazo del público. Luego de una saga exitosa interpretando a este hombre pájaro nada lo hace feliz, nada lo hace sentirse a gusto, y pretende demostrar que es algo más que aquello por lo que todos quieren tener una foto con él, o más bien con lo que fue, aquel superhéroe del que queda apenas un recuerdo, pero que marca toda su vida.

Además de un guion claramente orientado a transmitirnos esa sensación de vacío existencial, de pérdida del sentido del arte y sobre todo de la vida, del valor útil de la existencia humana, están los conflictos de la sociedad postmoderna, esa donde Facebook y Twitter son la única opinión pública que vale.

Ese trasfondo llama especialmente la atención: la más que evidente crítica a la sociedad del espectáculo, al cine revienta-coches y acción física gratuita. Iñárritu ha encontrado una manera perspicaz de llamarnos imbéciles a los telespectadores, que sólo nos movilizamos por la diversión fácil, no por la reflexión ni el debate inteligente.

Armas grandes pesadas, misiles, mira a esta gente, mira sus ojos. Como brillan, aman esta mierda. Aman el caos, la acción. Nada de tonterías habladas y filosóficas.”

Birdman se convierte (con sus referencias al deseo irrefrenable de la gente a ser viral, a convertirse en la comidilla de los demás, a sacar el tema del que todo hablen en cuantas redes sociales existan) en una vuelta a lo que Mikel Dufrenne llamó la muerte del arte, o lo que Vargas Llosa, apunta en La civilización del espectáculo: un mundo donde la inteligencia y el talento están infravalorados, y lo que importa es llamar la atención, aunque sea montándose desnudo en una bola de demoler edificios, o disfrazarse de mujer con barba; y de paso que la gente se divierta con ello haciendo largos debates de sobremesa mientras mira la caja tonta.

No es gratuito pues que nos remitamos una y otra vez al mito de la caverna, aquel donde Platón nos hizo plantearnos la posibilidad de un mundo ajeno al que conocemos y que por propia voluntad no nos atrevemos a conocer, al cual no estamos dispuestos a llegar. Sólo porque alguien nos ha hecho creer que no hay nada ahí afuera.

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