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Muchos de los que nos graduamos como historiadores nos aferramos a dos grandes argumentos que nos seducen sobre la ciencia social que aparece en nuestros diplomas de máster. Una es la de conceptualizar el estudio de la Historia como una de las mejores maneras de mirar al pasado para entender el presente y tratar de predecir el futuro.
La otra es considerar el progreso humano como una espiral. La humanidad no avanza en línea recta, sino que asciende dando vueltas hasta llegar al mismo lugar de donde salió, sólo que un poco más arriba. Esta lógica es la que hace que muchos investigadores digamos que la historia se repite, si bien nunca se repite de forma exacta.
Reflexionaba en esto mientras veía la serie Hitler y los nazis: La maldad a juicio, y, salvo error, tengo la impresión de que no podrás evitar pensar en estas dos ideas. No hay nada en la serie que sea nuevo desde el punto de vista informativo. Los hechos detallados y los análisis más desarrollados los encontramos en innumerables libros de Historia, pero te aseguro que, incluso, si como yo, te has leído una buena cantidad de libros sobre el tema, esta serie te va a impactar.
El documental, dirigida por Joe Berlinger, se construye desde el Diario de Berlín y Auge y caída del Tercer Reich, de William L. Shirer, quien vivió de primera mano cómo Hitler, desde el nacionalsocialismo, convenció a los alemanes de que encarnaba sus anhelos. Cita el documental, a decenas de historiadores más, y va recorriendo, con imágenes mejoradas y ficcionadas, grabaciones originales y otras creadas por Inteligencia artificial, el ascenso de un tirano y cómo cae bajo el imperio de su propio ego, y la toma de conciencia del resto del mundo del peligro que implica no hacer nada ante un segregacionista resentido y con ansias de poder.
Cuando decía que la historia se repite, y que el progreso es espiral, es probable que te sorprendas con las infinitas similitudes que tiene la invasión de Ucrania y la pasividad occidental de hoy, con la apropiación de los Sudetes por parte de Hitler con la absoluta aquiescencia de toda Europa. Pero no sólo.
Al reseñar Animal Farm (Rebelión en la granja) recordé cómo George Orwell se inspiró en el comunismo y el régimen de Stalin para escribirla, tanto esa como 1984, su siguiente novela, pero no dejé de apuntar a un fenómeno más general, que refiere cómo un grupo de personas (animales en Animal Farm) luchan contra una dictadura cruel a la que terminan derrocando e instituyen un gobierno que es aún más cruel y más totalitario que la dictadura que acaban de destruir. Y esto no es prerrogativa del comunismo.
Si analizas la historia de la humanidad verás que muchas dictaduras, tanto comunistas como no comunistas, se han erigido, no por una guerra, revolución o sublevación, sino sobre la base de someter los resortes y mecanismos de un sistema democrático hacia el interés de un elegido, un nuevo Mesías. Aquel que sabe interpretar la decepción de la opinión pública hacia el gobierno previo y crea la disparatada necesidad en la masa de un poder fuerte. Hablamos de un “elegido” que sabe modular la voz, que sabe enlatar mensajes, que detesta a los poderes contrarios y utiliza todo tipo de artimañas para imponer una agenda propia, y hacer creer a los que lo aclaman como si fuera el deseo de toda la nación.
Y me viene a la cabeza todo ello en este peculiar siglo XXI, aunque no por ello demasiado extravagante, donde muchas personas inteligentes –cuando menos, racionales– con capacidad para entender los grandes fenómenos que suceden en la geopolítica internacional, incluso que han vivido bajo una dictadura o algún régimen totalitario, y que conocen los subrepticios mecanismos por los cuales se instauran muchas dictaduras desde la llegada de un “elegido” al poder democrático; y sin embargo dan la bienvenida entusiasta a cualquier nuevo Mesías que se salte los equilibrios de poder como si fuera el gran salvador de la humanidad, y lo hacen porque este “salvador” encarna los ideales que defienden.
También pensé en Rubashov el personaje de la novela Darkness at Noon (El cero y el infinito) de Arthur Koestler, que mientras critica conceptualmente las dictaduras y los totalitarismos, sigue justificando las acciones totalitarias del régimen que lo ha metido en prisión.
Y puedo entender, desde un punto de vista teórico y psicológico que, en el entorno de un mundo altamente polarizado, alguien se deje llevar, hasta irracionalmente, por la influencia adictiva de un político que defiende sus mismas ideas y las presenta en dosis concentradas de facilonas consignas emocionales. Y lo entiendo teórica y psicológicamente, porque los seres humanos categorizamos en cajas de fácil comprensión los fenómenos complejos. Es inevitable, lo hacemos de manera natural; y en esa categorización, algunos se dejan convencer por la percepción –muchas veces correcta– de que, si no defiendo a los míos, terminaré fortaleciendo a la ideología contraria.
Pero a la vez que lo entiendo en personas poco maduras, o que no conocen los mecanismos intrínsecos del poder, no puedo aceptarlo ni apoyarlo racionalmente. Es difícil comprender que alguien no vea –o lo ve, pero le da igual– que si le das manos libres a quien detenta temporalmente el poder, por más que defienda tu ideología, y no le pones límites, y no lo fiscalizas, y no le creas barreras a su potencial poder ilimitado, terminarás apoyando la instauración de un sistema tan perverso y tan diabólico como el que odias de manera teórica y conceptual.
¡Y lo que es peor! Si atestiguas los hechos de este fenómeno tan obvio te acusan de pertenecer a la ideología que ellos odian, aunque tú mismo la odies. ¡Qué interesante dilema moral! Criticar conceptualmente las dictaduras y, al mismo tiempo, defender los mecanismos y procedimientos que las crean, cuando son de tu ideología.
No me canso de repetir, a quien quiera escucharlo, que el contexto geopolítico que estamos viviendo en este siglo XXI es muy similar a la situación previa a la Segunda Guerra Mundial. Líderes mesiánicos que pretenden soluciones fáciles a los complejos problemas de la invasión de un país por otro, mientras las democracias hacen nada, o prácticamente nada. Sigo siendo optimista de que no terminaremos igual, pero también mi optimismo es menor cuando la memoria histórica me trae al presente al escuchar la frase: “Make Germany Great Again” (Haz Alemania grande otra vez).