Aquellos aguafiestas, ¿o no?

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Es curiosa y atrayente la percepción que ha tenido el hombre de su sitio en el universo. Cuando no sabía explicarse los fenómenos que le rodeaban imaginó seres a quienes había que calmar para poder seguir viviendo y comiendo. Surgió el Dios de infinitos nombres que dejó al hombre como un juguete de circunstancias ajenas. No se era hombre si primero no se aquietaba al creador de las tempestades, sequías y terremotos.

No fue hasta el renacimiento cuando el hombre cambió esta percepción de ser un elemento más del ajedrez universal. Dios comenzó a pasar a un segundo plano para dejar paso a las preocupaciones humanas universales y que durante el apócrifo oscurantismo de la Edad Media habían quedado casi obsoletas: el sexo, el arte profano, el universo exterior, la ciencia en general. La ciencia –o más concretamente, los científicos arriesgando su vida– llegó a colocar al hombre en el nivel más alto del interés por sí mismo. No se dejó de creer en Dios, por supuesto, pero se colocó a Dios en un sitio trascendente aunque a la espera del propio descubrimiento humano. La religión quedó como un sitio interior que ha debido ir a rastras de los avances científicos, primero negándolos y luego acomodándose a ellos. Nunca el hombre se había sentido tan importante, dueño de su destino, capaz de todo en el mundo. Se crearon obras de arte magistrales que se inspiraban en Dios pero tenían como objetivo al hombre. El hombre empezó a ser consciente de su potencial lugar en el universo. Y entonces aparecieron ellos.

Primero fue Copérnico, que dijo que la tierra era una pelota que giraba alrededor del sol. Bueno, fue un escándalo y se tostaron en hogueras algunos personajes por decir tamaña barbaridad. Pero al final, y casi a regañadientes y con retardo, se aceptó y no fue tan caótico. Vale lo aceptamos, es verdad que la tierra ya no sería el centro del universo pero el hombre seguiría siendo el centro del mundo.

Y apareció otro personaje aguafiestas, apático por los estudios y sin mucho futuro que nos dijo que no éramos descendientes de los veraneantes del Jardín del Edén si no, nada más y nada menos, que una consecuencia de la naturaleza, un paso entre una especie de mono –homínidos, seamos políticamente correctos– que llegará a ser otro mono más desarrollado por una cosa extraña que se había inventado leyendo a Malthus y a lo que llamó Selección Natural. ¡Al menos no quemaron a Darwin! Pero sí fue sometido a escarnio público hasta que la paleontología ha demostrado, sin la menor de las dudas, que Darwin tenía razón.

Bueno, dijeron luego de Darwin, pero al menos tenemos nuestra mente, en ella gobernamos, con ayuda de Dios. Y apareció un psicólogo austríaco que nos dejó helados con una teoría absurda que nos dejaba con gran parte de nuestro cerebro a oscuras y casi independiente de nuestra voluntad. ¡Estaría loco! Pero no, Freud nos demostró que los actos fallidos, la hipnosis y el psicoanálisis tenían razón de ser. Hoy incluso ha sido confirmada, mejorada y superada su teoría. ¿Lo que nos faltaba?

Pues no, ahora, los avances paleontológicos liderados en su momento por Stephen Jay Gould y actualmente por sus seguidores, nos dicen que no sólo somos medio monos, sino que quizás no estaríamos aquí si no hubieran desaparecido otras especies anteriores (dinosaurios, para más señas). Es más, somos dueños –por decir algo– de apenas un pedazo de segundo en el largo día de la evolución humana y nada nos asegura que podamos sobrevivir como especie a algún cataclismo natural. ¡Por Dios!

Y yo pregunto, ¿para qué escribo esta columna? Más, ¿para qué tengo este blog? O peor, ¿para qué escribo?

La verdad, verdad, yo no tengo otro remedio, se acabe el mundo o no, sea medio mono o no, sea una minúscula pajita en una tormenta o aunque mi mente me juegue malas pasadas cuando estoy dormido o hipnotizado. ¿Y tú?

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