Deconstruyendo a Heisenberg. Aprende a caracterizar personajes

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No tengo muchas certezas en esta vida. He comprendido bien temprano (y doy gracias porque hay quien jamás lo ha hecho ni lo hará) que la mayoría de las cosas que puedo analizar tienen vida y entidad propia. Las cosas, en general, no son malas ni buenas de forma pura, son diferentes entre sí y con muchos matices, y mi opinión sobre ellas, por muy segura que sea, puede ser errónea. Así que, por muy claro que asuma y aprecie en lo que creo, puedo estar equivocado.

Pero sí, tengo certezas, por supuesto. Uno de los aspectos más claros que he aprendido en esta vida es que los seres humanos podemos ser analizados, pero no categorizados. El hombre, este ser social que pretende pasar por individual y sobrevive entre dos nadas, es complejo; tanto que en la misma persona podemos encontrar la mayor bondad, o cualesquiera de las más altas virtudes, junto a una mezquindad sin límites. Todo está en ponerlo en la situación requerida. Y esto es algo que todo creador de ficción, escritor, cineasta, dramaturgo, debería aprender muy rápido.

Todo esto lo pensé hablando con un amigo sobre series de televisión. Salió a relucir Breaking Bad, una de las más interesantes, polémicas y arriesgadas apuestas de AMC, y quizás de toda la historia audiovisual. Hubo entre mi amigo y yo algo de discrepancia sobre la deriva de la serie, en algo que, ciertamente, él tiene razón: a partir de las segundas y terceras temporadas las series comienzan a repetirse, a dar vueltas sobre la misma idea sin aportar nada original y novedoso.

En este caso, si bien pudo pasar en algún momento con Breaking Bad, el ingenioso Vince Gilligan, guionista, productor y director de la serie, dio un vuelco total haciendo lo que un buen escritor con su personaje: hacerlo evolucionar.

Para los “extraterrestres” que aún no la conocen, Breaking Bad gira en torno a Walter White (Bryan Cranston), austero profesor de química de instituto; genial en su materia, pero un fracasado en la vida. Sin dinero, endeudado, trabaja por las tardes en un lavadero de coches, con alumnos que no lo respetan y un hijo con una minusvalía que necesita atención especializada. Si este panorama no fuese suficiente, le diagnostican un cáncer terminal que acabará con su vida en menos de un año.

Luego de la lógica depresión, Walter toma una decisión que cambiará su vida para siempre: cocinar metanfetamina y usar los servicios de Jesse Pinkman (Aaron Paul), un antiguo alumno, traficante de mala muerte que debe dinero a otros traficantes despiadados.

Ahí está dibujada la trama y ahí está el primer buen truco. La serie llegó en un momento crucial de la actualidad; mucha gente preocupada por una crisis mundial y aparece un tipo llano, por momentos agradable, ingenuo y buena persona que toma el toro por los cuernos, que no se deja avasallar, que rompe los moldes y las leyes para dejar a su familia lo que nunca pudo por otras vías: la subsistencia garantizada.

Evidentemente no apruebo el uso de esta ni de ninguna droga (aunque, ahora que lo escribo, raro es que tenga que explicarlo), pero analizo la serie como lo que es: el reflejo de lo que es capaz un ser humano cuando se le coloca en una situación límite. Me gustan estos personajes –tanto Walter como Jesse, aunque no solamente ellos–: contradictorios, ingenuos hasta la comicidad, torpes, incapaces de hacer nada bien, pero a fuerza de equivocarse, de meter la pata, de hacer lo incorrecto un día y otro también, terminan por convertirse en una entidad de nombre Heisenberg: el mayor fabricante y traficante de drogas, al que nadie conoce, pero todos temen y respetan.

Lo que más me cautiva de la serie es esa profunda evolución y contradicción que acompaña a Walter durante las cinco temporadas. Del apocado e inocente profesor de química del primer capítulo queda al final de temporada sólo el amor por su familia (donde extrañamente, y durante la mayor parte de la serie, incluye a su antiguo alumno y actual compañero de cocina). Pero Walter White es, no nos engañemos tras su apariencia contradictoria y humana, una bestia, un tipo sin escrúpulos ni alma, capaz de auténticos crímenes para mantener y aumentar su imperio de las drogas, y como él mismo le dice a su cuñado en el capítulo 9 de la última temporada cuando le recrimina que ya no reconoce al tipo jovial e inocente que conoció.

Responde White:

Si lo que dices es verdad, si no sabes quién soy…  Entonces tal vez tu mejor opción sería andarte con cuidado.

El autor George R.R. Martin, creador de la serie de novelas en las que se basa la mítica serie (y para mí exageradamente aclamada) Juego de tronos, ha dicho que “Walter White es un monstruo más grande que cualquiera en Poniente…”, y tengo que darle la razón.

Lo verdaderamente impresionante, lo que me fascina de la serie –como ya lo logró Bram Stoker con Drácula– es que Gilligan haya logrado mantener cierta candidez, una clara fuente de humanidad en su personaje, que aún lo hace moralmente atractivo para grandes capas de la sociedad moderna.

Sí, como ser humano no apruebo en la vida real a estos personajes moralmente execrables. Pero, como escritor, creador de ficción, contador de historias, a la vez me fascinan estos bestias que, como Dexter, subvierten la ley y la norma para justificar sus crímenes, pero mantienen su carácter humano y bondadoso. Soy capaz de ver su perversidad, su incapacidad emocional y sus abominables actos, pero me hipnotiza como son capaces de hacer lo impensable, dentro de su maldad, para mantener algún rasgo positivo que los humaniza, nos acerca de alguna manera a ellos y nos recuerda que maldad y bondad son apenas dos extremos que se tocan en el mismo ser humano con apenas ponerlo en la misma situación.

Nos guste o no, es así: todos venimos de la misma fuente. Dentro de nosotros hay un Walter o un Heisenberg en función de la tecla que nos toquen, de la situación que nos obliguen a vivir. Eso, en verdad, me aterra y me fascina.

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