Deconstruyendo a Heisenberg
H. G. Quintana | septiembre 22, 2013
No tengo muchas certezas en esta vida. He comprendido bien temprano (y doy gracias porque hay quien jamás lo ha hecho ni lo hará) que la mayoría de las cosas que puedo analizar tienen vida y entidad propia; ni mala ni buena, diferente en todo caso, y mi opinión sobre ellas, por muy segura que sea, puede ser errónea; por muy claro que asuma y vea en lo que creo, puedo estar equivocado.
Pero sí, tengo certezas, por supuesto. Uno de los aspectos más claros que he aprendido en esta vida es que los seres humanos no podemos ser analizados y categorizados. El hombre, este ser social que pretende pasar por individual y sobrevive entre dos nadas, es complejo; tanto que en la misma persona podemos encontrar la mayor bondad, o cualesquiera de las más altas virtudes, junto a una mezquindad sin límites. Todo está en ponerlo en la situación requerida.
Hablando con un amigo sobre series de televisión salió a relucir Breaking Bad, una de las más interesantes, polémicas y arriesgadas apuestas de AMC. Hubo entre mi amigo y yo algo de discrepancia sobre la deriva de la serie, en algo que, ciertamente, él tiene razón: a partir de las segundas y terceras temporadas las series comienzan a repetirse, a dar vueltas sobre la misma idea sin aportar nada original y novedoso. En este caso, si bien pudo pasar en algún momento, el ingenioso Vince Gilligan, guionista, productor y director de la serie, dio un vuelco total haciendo lo que un buen escritor con su personaje: hacerlo evolucionar.
Para los que no la conocen aún, Breaking Bad gira en torno a Walter White (Bryan Cranston), austero profesor de química de instituto; genial en su materia, pero un fracasado en la vida. Sin dinero, endeudado, trabaja por las tardes en un lavadero de coches, con alumnos que no lo respetan, un hijo con una minusvalía que necesita atención especializada y su esposa embarazada de un segundo. Si este panorama no fuese suficiente, le diagnostican un cáncer terminal que acabará con su vida en menos de dos años, en el mejor escenario.
Luego de la lógica depresión, Walter toma una decisión que cambiará su vida para siempre: cocinar metanfetamina y usar los servicios de Jesse Pinkman (Aaron Paul), un antiguo alumno, traficante de mala muerte que debe dinero a traficantes poderosos.
Ahí está la trama y ahí está el truco. La serie llega en un momento crucial de la actualidad; mucha gente preocupada por la crisis mundial y aparece un tipo llano, por momentos agradable, ingenuo y buena persona que toma el toro por los cuernos, que no se deja avasallar, que rompe los moldes y las leyes para dejar a su familia lo que nunca pudo por otras vías: la subsistencia garantizada.
No apruebo el uso de esta ni de ninguna droga, pero analizo la serie como lo que es: el reflejo de lo que es capaz un ser humano cuando se le coloca en una situación límite. Me gustan estos personajes –tanto Walter como Jesse, aunque no solamente ellos–: contradictorios, ingenuos hasta la comicidad, torpes, incapaces de hacer nada bien, pero a fuerza de equivocarse, de meter la pata, de hacer lo incorrecto un día y otro también, terminan por convertirse en una entidad de nombre Heisenberg: el mayor productor y traficante de drogas, al que nadie conoce pero todos respetan.
Lo que más me atrae de la serie es esa profunda evolución y contradicción que acompaña a Walter durante las cinco temporadas. Del apocado e inocente profesor de química queda sólo el amor por su familia (donde extrañamente, y durante la mayor parte de la serie, incluye a su antiguo alumno y actual compañero de cocina). Pero Walter White es, no nos engañemos tras su apariencia aún contradictoria y humana, una bestia, un tipo sin escrúpulos ni alma, capaz de auténticos crímenes para mantener y aumentar su imperio de las drogas, y como él mismo le dice a su cuñado en el capítulo 9 de la última temporada cuando este adivina quién está detrás de Heisenberg:
“Si lo que dices es verdad, si no sabes quién soy… Entonces tal vez tu mejor opción sería andarte con cuidado.”
El autor George R.R. Martin, creador de la mítica (y para mí exageradamente aclamada) serie Juego de tronos, ha dicho que “Walter White es un monstruo más grande que cualquiera en Poniente…”, y tengo que darle la razón.
Lo impresionante, lo que me fascina de la serie –como ya lo logró Bram Stoker con Drácula– es que Gilligan haya logrado mantener cierta candidez, una clara fuente de humanidad en su personaje, que aún lo hace moralmente atractivo para grandes capas de la sociedad moderna.
Sí, a mí me fascinan también estos personajes moralmente execrables, que como Dexter, subvierten la ley y la norma para justificar sus crímenes, pero no los apruebo, soy capaz de ver su maldad, su incapacidad emocional y sus abominables actos, pero me hipnotiza como son capaces de hacer lo impensable, dentro de su maldad, para mantener algún rasgo positivo que los humaniza, nos acerca de alguna manera a ellos y nos recuerda que la maldad y la bondad son apenas dos extremos que se tocan en el mismo ser humano con apenas ponernos en la misma situación. Nos guste o no, es así: todos venimos de la misma fuente. Dentro de nosotros hay un Walter o un Heisenberg en función de la tecla que nos toquen, de la situación que nos obliguen a vivir. Eso, en verdad, me aterra.
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