El planeta de los simios. Retomando el hombre superfluo

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dawn_of_the_planet_of_the_apesA menos que exista una rareza que no conozco hecha en algún país asiático o árabe, he visto todas las películas que se hayan realizado sobre la utopía de un planeta donde los simios han logrado ser la cima del árbol de la inteligencia de los seres vivos.

Desde la escalofriante  primera película que protagonizó Charlton Heston hasta la última Dawn of the Planet of the Apes, siempre me he sentido maravillado por intentar conocer cómo los seres humanos cavamos nuestra propia tumba en ese mundo ficticio, aunque no improbable.

Indudablemente hay altibajos de calidad en cada una de las versiones, sagas, secuelas y precuelas que se hayan realizado. Esta última de 2014 no pasará como una de las más recordables. Más allá del efectismo eficaz de las imágenes y las bien ejecutadas escenas de violencia, la película es poco más que un momento al azar de la debacle de la civilización humana y su sustitución por otra que explica toda la serie, pero deja algunas reflexiones que no deberíamos pasar por alto.

César, el chimpancé al que vimos aprender el idioma de signos y otras virtudes más allá de las capacidades reales de un simio, es el líder de una ciudad completamente habitada por simios. Un mundo nuevo, alejado del ser humano, donde reina un nuevo tipo de civilización que intenta no repetir los errores que llevaron al ser humano a la catástrofe.

Existe un momento en que César, al que casi terminamos amando en el filme, y que debe luchar por la supremacía de sus semejantes, dice algo que es verdadero desde una óptica científica actual, pero se convierte en la base de una comparativa social en la que los seres humanos no ganamos demasiado, “Los simios siempre siguen al más fuerte.”, dice César, e inmediatamente me hice la pregunta: ¿Y los seres humanos?

Es un hecho que en la mayoría de las manadas y cualquier otro tipo de concentración animal, el animal que logra imponerse es el que guía al resto, para bien o para mal. Y cuando Cesar lo expone como obviedad científica, me obligó a pensarlo como reflexión filosófica.

Cuando se refiere a Koba, al otro simio con el que debe luchar por mantener el liderato, expone:

“Yo elegí confiar en él. Porque él es simio. Siempre pensé que los simios eran mejores que los humanos. Veo ahora, cuan parecidos somos.”

Por azares curiosos de las referencias que hemos vivido,  tuve la misma reflexión, pero en sentido inverso; siempre pensé que los seres humanos eran mejores que los simios. Veo ahora, cuan parecidos somos.

Los mecanismos que usa el chimpancé Koba para hacerse con el poder son los mismos que hemos visto usar en cada dictador o líder carismático devenido en “salvapatrias” desde Gengis Khan hasta Sarkozy (teniendo en cuenta las diferencias abismales entre un dictador y un demócrata), y pasando por adefesios sociales como Hitler, Stalin o Castro: desde la defenestración de adversarios, la invocación a los héroes, la búsqueda de un enemigo exterior, la implantación del miedo a lo novedoso y un largo etcétera que no cabe en este texto.

Pero nada de esto es útil y eficaz si no existe una masa manipulable y disponible a creer cualquier trola que se inventa el líder. Una referencia a aquel hombre superfluo que Hannah Arendt teorizó aunque ya conocíamos:

“El totalitarismo busca, no la dominación despótica sobre los hombres, sino un sistema en el que los hombres sean superfluos”.

Es en esta superfluidad, en esa capacidad de lo banal y lo inútil donde un imbécil con talento para la palabra y carisma para el convencimiento, encuentra un campo fértil para manejar naciones enteras.

Por el mismo mecanismo de referencias, ese pasaje donde Koba logra revertir la opinión mayoritaria e imponer la suya para dirigir la nación simia, me trajo a la mente la obra Julio César, donde el inigualable Shakespeare, logra presentarnos a la multitud enardecida que aclama a los asesinos de Julio César con el mismo ardor conque, una escena más tarde, aclaman las glorias de César explicadas por Antonio.

Así son las multitudes enardecidas; como turba al fin, sólo es necesario alguien para persuadirlas de cualquier gilipollez, ya sea aclamar a alguien sin profesión que deviene famoso por insultar en la tele o coger un arma para masacrar a otras razas. Solo se necesita quien lo explique de manera convincente. En esto, no nos diferenciamos demasiado de los monos de El planeta de los simios, que, casi lo olvido, es nuestro propio planeta. Desgraciadamente.

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