La dictadura de las apariencias

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No vivo pendiente de Cuba y sus azares. La isla me ha desencantando tantas veces que sus logros y miserias han terminado por aburrirme. La queja está bien, pero si a quien hace algo más que quejarse lo relegan al pozo de las ratas sin patria, aquellos que no tienen ganas ni fuerzas para ser mártires o héroes (como lo soy yo) terminamos por no hacer nada y dejar que sean los que sufren aquello viviendo el día a día (y no como yo desde la distancia) hagan lo que crean conveniente, aunque esa conveniencia sea hundirse más en la miseria.

Probablemente repita argumentos previos; es inevitable. Quiera o no quiera, me llegan noticias del lugar donde nací. Alguien siempre termina contando qué fue de aquel colega que estaba siempre borracho, de aquella enamorada que me perseguía en actos públicos u aquella otra a la que perseguía por más que me daba calabazas, del último que ha emigrado a Estados Unidos o España, y hasta del último premio literario de la casa de Cultura de un municipio perdido en el mapa.

Esta vez alguien me cuenta de que no me incluyen en una antología de literatura cubana hecha por y para escritores nacidos en mi ciudad natal. Me digo, es normal, en parte es razonable, por esta manía personal de no sentirme clasificado, de no entrar en la horma de lo que “debería ser” y menos de un entorno provinciano y mediocre que marca con excesiva fuerza las carreras y futuros profesionales. Pero por otro me llama la atención como los prejuicios, las opiniones preconcebidas y los ajustes de cuentas personales de alguien, puede influir; y a veces hasta determinar, la vida de terceros.

Es verdad que no me preocupa ni influye de manera directa que mi nombre sea enajenado de una lista en la que por origen natural yo debería aparecer, si se hiciera sin prejuicios políticos y obsesiones personales, pero sí determina mi decisión de dejar de leer ciertos libros y autores que no me llevan ni llevarán a lo que quiero y fijar mi atención en otras cosas que resultan más útiles al destino al que quiero llegar.

He tenido la inmensa suerte de saber lo que quiero. Nos resultaría sorprendente la inmensa cantidad de personas que van dando saltos de loco entre cursos inservibles y trabajos estresantes, porque no tienen un objetivo claro. Estos saltos los hice de joven; entre la actuación teatral, sumergirme en la investigación histórica sin que fuera mi verdadera pasión, la búsqueda de un idioma que me permitiera un bienestar inmediato y hasta el sexo a diestra y siniestra sin control ni medida o argumentos parecidos.

Al descubrir los libros, la ficción, ese motor de cambio interior que nos obliga a buscar e inventar otros mundos y otras vidas para mejorar la que vemos a diario, mi divagación personal y profesional terminó. Empezó otra de la que no fui consciente hasta varios años después, que es la dictadura de las apariencias, una dictadura menos evidente y salvaje que la que existe en Cuba para todos, pero igual de paralizante.

Esta dictadura trabaja en otro sentido, en aquel que nos obliga al intento generalizado, especialmente en medios culturales, de tener la aprobación de los colegas, dado que el mercado, los lectores, el público no es quien decide realmente si un libro se publica o no o se realiza una exposición de pintura. Al final esa circunstancia marca hasta los estilos con que se asume la creación.

Un día, sin saber exactamente cómo ni por qué, dejó de importarme lo que piensen de mi escritura y encontré mi propia voz. Al dejar detrás las burlas de los que reparten alabanzas, las censuras, las decisiones anímicas de los otros y los miedos, descubrí que podía emocionar a mucha gente con un estilo propio, mejor o peor, pero mío, hecho de mi propia carne y esencia, salido del alma y sin intangibles gravámenes de agradar a los que clasifican y abastecen. Rompí la dictadura de las apariencias y recuperé la libertad.

Dijo Borges en su autobiografía que vivió varios procesos en la búsqueda de un estilo propio. Uno de ellos lo explica como una especie de redención parcial, en el que volvía «a la cordura, a escribir con cierta lógica tratando de facilitarle las cosas al lector en vez de intentar deslumbrarlo con pasajes grandilocuentes.» Yo tuve a Borges en el recuerdo cuando tuve mi propia redención, aunque, bien está decrilo, la mía fue total.

Intenté que todo lo que negativo en mi experiencia se trastocara, hice de la amenaza de derrumbe un edificio nuevo, de los caminos que se cerraban una indagación de nuevos horizontes, convertí una amarga experiencia en algo parecido a un cuento de hadas. No soy más rico, ni mejor escritor, ni más reconocido, ni siquiera más amado, pero sí más feliz. Por eso, ya merece la pena.

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