He visto no pocas películas sobre personas con algún tipo de inhabilidad mental. Desde la magnífica Shine hasta Temple Grandin, casi todas tienen como similitud que quien interpreta al personaje es siempre un actor que simula (con más o menos solvencia) la discapacidad del personaje.
El octavo día (Le Huitieme Jour)no es la primera, ni la más representativa de lo contrario, pero es de las que mejor transmite los afectos y desafecciones que se mueven en la cabeza de alguien aquejado por una discapacidad mental.
Hay en esta magnífica película de Jaco Van Dormael (otro director -también de Las Vidas posibles de Mr. Nobody– de los que convierte en oro lo que toca) un punto de encuentro y conflicto entre dos mundos, el que es aparentemente normal de Harry (Daniel Auteuil), exitoso ejecutivo de banca, y de Georges (Pascal Duquenne), aquejado de síndrome de Down.
Harry vive en un mundo ideal, pero ficticio. Da clases de positivismo, de energía orientada hacia el triunfo cuando en su interior esconde fracasos emocionales que lo obsesionan.
El encuentro con Georges lo cambiará, no desvelo nada, es incluso previsible, está esbozado casi desde que empieza el filme; lo importante es hasta qué punto ese cambio será efectivo, real y profundo.
No soy un renegado del pensamiento positivo, más bien creo que es importante para encarar los obstáculos e injusticias reales y normales de la vida, pero cuando se convierte en una droga que sustituye los afectos o enmascara las dificultades, debemos hacer lo imposible por cambiar nuestras prioridades.
Georges es el disparador de las intenciones de Harry, es quien saca fuera los afectos reprimidos del triunfador ejecutivo hasta hacerlo reconocer las cosas importantes de la vida, aquellos detalles que dejamos escapar a diario que nos pueden hacer más felices.
El Octavo día es más que una Road Movie. Es un elogio inteligente de los afectos, una invitación a fijarnos en las relaciones humanas, en el vuelo de una mariposa, en el tacto de la hierba, el color del cielo, las formas de las nubes.
No es el elogio de la tontería anticonsumista y la vuelta a un naturalismo imposible, sino una exhortación a quitarnos las riendas, a presentarnos cual somos sin temor a mostrar nuestros afectos.
¿Tengo críticas? Sí.
La relación entre Harry y George se afianza demasiado pronto. Quizás se justifica por la incontrolable necesidad de afecto del ejecutivo, pero hubiera quedado más redonda la película si hubieran prestado más cuidado a este elemento tan importante del argumento.
Tampoco me gusta la presentación tan edulcorada del suicidio (si bien es genial desde el punto de vista estético-artístico), hasta el punto de que se puede llegar a pensar que los cariños que Georges transmite inocentemente no puede aplicarlos a sí mismo. Aunque probablemente sea esa la intención.
Y sobre todas las cosas, creo que el mundo del triunfo, el cosmos del positivismo frente a las adversidades, de enfrentar con energía empírica la vida no es incompatible con el mundo de los afectos y las emociones elementales. Sí, ambos mundos pueden coexistir, pero esto quizás tiene que ver con mis ideas, no con la película.