No era un juguete roto, pero como si lo fuera, como la valiosa pieza que se rompe, que sabemos que algún día iba a pasar, que era inevitable que se quebraría, porque era imposible exhibir sin el peligro de que saltara en pedazos.
Cuando termina a los veintisiete lo que empezó a los trece, pero antes, queda la sensación de que en algún momento se olvidó un juguete. Porque la vida empezó antes, pero a los trece se abría una puerta, un camino que despertó un demonio, aquel de Sócrates, que dicta letras o canciones, o letras y canciones.
Se olvidó un juguete, aquel que dejaría el demonio para después. Un demonio que despierta tan temprano es casi siempre un demonio que se agota pronto. Se dejó el juguete en una esquina, una muñeca rota, una casa sin tejado, una bici sin ruedas, pero algo se dejó. En algún momento se cambió la vida que no se debió cambiar.
Porque vivir es otra cosa. Porque vivir intensamente no es siempre sinónimo de vivir. Porque hay pisos que debes evitar. En el cabrón edificio que es la vida hay habitaciones como laberintos, que si entras puedes no salir, y si sales, quizás no sea en tiempo. Porque el centinela de guardia chequeando que no subas demasiado, puede no estar cuando te quedas atascado en el sótano.
No era un juguete roto, pero como si lo fuera. Y dicen como consuelo que quedan tus canciones, pero Amy, sinceramente, por más que una vida no es completa sin haber cumplido su encargo en estas vacaciones entre dos nadas, estaría dispuesto a olvidar tu magnífica voz y tus canciones con tal de que nunca hubieras olvidado aquel juguete a los trece.