Existen muchos libros y películas que nos hablan del futuro humano basado en la homogeneidad. Una igualdad, tan paralela y sin singularidades, que termina siendo asfixiante. Quizás el ejemplo recurrente es Matrix, con un futuro gobernado por máquinas que nos crean una realidad virtual inexistente, pero los irreductibles como yo preferimos hablar de Un mundo feliz, de Aldous Huxley y 1984, de Orwell.
En ambas novelas reina la dictadura del poder degenerado, de la sociedad que se ha dejado llevar a la represión de la individualidad; una, por ocultar o tergiversar la información creando una realidad paralela conveniente; la otra, por darnos tanta diversión que dejamos de preocuparnos por las cosas importantes.
Como futurismo es eso, ciencia ficción, proyectos fantásticos de anticipación, argumento imaginativo, mentira ficcional, historias inventadas para solazarnos o preocuparnos por nosotros como individuos, y escasa realidad. ¿Pero es verdad que no tienen nada de real?
Cada día empiezo a preocuparme más de si nos estamos derivando poco a poco a ese opresivo futuro homogéneo de las obras de ciencia ficción.
Leo que en Massachusetts un Instituto científico ha encontrado una píldora que borra recuerdos desagradables de las últimas 24 horas de un individuo, por ahora sólo probada en ratones. La primera impresión es de sorpresa neutral: ¿se puede manosear el cerebro hasta ese punto? Luego de una lectura detallada alcanzo a comprender que pretende ser utilizada en “Víctimas de violaciones, guerras, terremotos, atentados, ataques violentos, o los que sufren la pérdida de un hijo…” Todas mis alarmas interiores, los botoncillos rojos que me advierten del peligro y otros riesgos medioambientales se activan en un segundo.
¿Es conveniente borrar los recuerdos desagradables de las últimas 24 horas de una persona? Y suponiendo que lleguen más lejos, ¿lo sería de hace 20 años?
Para nadie es duda la fuerza del pensamiento único o cuando menos, de la dictadura de lo políticamente correcto. Cada día estremece (quizás sólo a mí y otros cuatro) ver cómo la moda de lo pasajero reina en los medios de comunicación.
Mario Vargas Llosa dijo en La civilización del espectáculo:
“¿Qué quiere decir civilización del espectáculo? La de un mundo donde el primer lugar en la tabla de valores vigente lo ocupa el entretenimiento, y donde divertirse, escapar del aburrimiento, es la pasión universal.”
Y sí, algunos creemos que la excesiva información con una deprimente ausencia de criterio de quien la consume terminará por hacernos menos selectivos, menos críticos y por tanto más dóciles.
No creo, y además hay suficientes elementos que lo demuestran, en “poderes fácticos ocultos tras la política”. Eso es un cuento chino que, si nos lo creemos, terminaremos por hacer lo que criticamos: cruzarnos de brazos.
Creo, como buen liberal, en el individuo. Creo en la capacidad asombrosa del ser humano para autoregenerarse, encontrar de nuevo el camino cuando se desvía como ya hizo con el fascismo y el comunismo, o antes con miles de otros errores garrafales a los que luego nos hemos repuesto como especie, y lo seguiremos haciendo. ¿Por qué? Porque somos así.
Por algún motivo –que unos ponen en manos del poder que Dios nos dio para decidir y otros en nuestro talento para el aprendizaje– el ser humano es capaz de equivocarse y volver a empezar hasta terminar por hacerlo bien. La historia lo demuestra y por eso me aferro a ella.
Creo en nuestra responsabilidad personal, en que somos nosotros los que podemos convertir en best seller un libro sobre ciencia o una buena novela antes que la biografía –escrita por otros– de un famoso sin profesión conocida u otro que sí la tiene acreditada aunque con escaso talento para ejercerla.
Me dejan descolocado estas ideas de un mundo uniforme y sin dolor, pero nadie nos lo impone, somos nosotros los que escogemos el entretenimiento fácil y superficial antes que la cultura perspicaz y reflexiva. Somos nosotros los que escogemos lidiar con nuestros recuerdos u olvidarlos con una píldora que sustituye el electroshock.
Somos una suma de nuestros recuerdos, los buenos y los malos. Siempre me he negado a esconder información negativa a los niños (son capaces de procesarla mejor que nosotros) porque les pintamos un mundo que no existe y le falseamos la realidad. ¿Cómo podría aprobar que a un adulto se le niegue algo que lo edifica? El cerebro, según no pocos estudios científicos, viene de serie diseñado para “edulcorarnos” las experiencias traumáticas y potenciar las agradables. Incluso con sus defectos –que son infinitos, según Eduardo Punset– lo hace bastante bien. Estamos genéticamente preparados para seguir adelante cuando todo nos va mal, ¿por qué cambiar eso, por qué negarnos a ser individuos que se sobreponen a las adversidades y siguen a pesar de todo?
Las crisis –se ha dicho tantas veces que es ya es lugar común– son momentos de cambio, son situaciones en las que aprender del dolor y volver a empezar. Para eso estamos biológicamente preparados. No hay necesidad de violentarlo. Ya somos una especie agraciada con la capacidad para la abstracción y la conciencia, aprovechemos esa perfección.