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Al principio no le di demasiada importancia al hecho de que HBO decidiera hacer una serie sobre Ana Bolena con una actriz negra. Soy muy poco dado a las polémicas sin sentido y esta me pareció una de ellas. Durante años se han establecido imágenes de personajes históricos que no encajan demasiado bien con la lógica de su origen y no nos escandalizamos; y aquí pensemos si hay muchos que se cuestionan la imagen de un níveo Jesús o que imaginen a Cleopatra más allá del rostro perfecto y blanco de Liz Taylor.
El caso de Ana Bolena es interesante porque sus contemporáneos ingleses no la vieron con buenos ojos por varios motivos, y uno de ellos era porque les escandalizaba que tuviera una tez “demasiado oscura”, lo cual, visto desde la sociedad de la que hablamos (Inglaterra en el siglo XVI), deberíamos entender que no era “suficientemente rubia”, pero no debemos asumir por principio que era negra.
Aun así, algo debemos entender. La ficción literaria o audiovisual nunca es la realidad misma; es una realidad inventada que nos crea un mundo nuevo para intentar hacernos reflexionar sobre la realidad misma. Y cuanto más nos repitamos esta verdad encontraremos que no tiene mucho sentido preocuparse por el canon que se divulga en función de una idea que quiere transmitir, a los espectadores, el director de una serie o un filme.
El teatro lleva años haciendo experimentos razonables o absurdos que apenas escandalizan; desde cambiar el sexo de un personaje, o interpretarlo por un actor o actriz del sexo opuesto, y sí, también hacer Otelos negros y mil inventos ficcionales, repito, FICCIONALES, que no importan demasiado más que eso: la concepción de un director que pretende colarnos un mensaje que puede ir desde la reflexión hasta el escándalo.
Pero en esta idea de cambiar el color de la piel de un personaje histórico como lo hace la HBO parece haber algo más que no debe dejarse de lado, y tiene que ver directamente con la llamada cultura de la cancelación, es decir, censurar todo aquello que en la sociedad actual nos parezca que no encaja en lo políticamente correcto, y ya esto es más preocupante.
Se ha establecido en la ficción actual una especie de discurso esterilizado, una cultura aséptica que impide que se pueda hacer ficción crítica de ciertas tribus sociales que han logrado establecer lobbies para defender sus intereses de grupo. Y aunque no parezca mal que alguien pueda influir a su favor con el poder que le otorgan las circunstancias, esto se complica cuando esta cultura esterilizada del discurso correcto impide la libertad de expresión, nos guste o nos disguste los argumentos que se expresen.
En un texto publicado en El Cultural Rafael Narbona explica:
Gracias a la nueva ortodoxia elaborada por los adalides de la corrección política, esos «tontos» que —como dice Javier Marías— cada vez mandan más, la industria editorial apuesta por los libros que hablan de los trastornos de ansiedad en los grandes espacios urbanos, la lucha contra el heteropatriarcado, las estrategias de autoayuda, el mindfulness, los problemas de identidad sexual, la idílica vida en los pueblos, los asesinos en serie, el reciclaje de los pañales y una sexualidad desinhibida que ya no reconoce límites ni géneros.[1]
Pero quiero alejarme de ese argumento, que puede ser más polémico y quiero aportar algunas reflexiones quizás más tangibles (si es que pueden serlo) del por qué es un fraude intelectual, además de una estupidez, crear una Ana Bolena negra, por más que a la verdadera Bolena, se le acusara de ser “demasiado oscura”.
Desde el punto de vista del historiador que aún guardo en mi cabeza. No he tenido la suerte de ejercer como asesor histórico para series de ficción, y jamás se me ocurriría serlo, por argumentos propios que me alejan de la Historia y me acercan más a la ficción; pero sí tengo amigos y colegas que han practicado esta profesión y asumen como mínimo tres principios a la hora de trabajar ayudando históricamente en una serie o filme de ficción. Estos tres principios son:
–Primer principio: Que en la ficción donde aportan su experiencia no haya anacronismos. Es decir que no se introduzcan elementos que no pertenecen a la época que se retrata. Y aquí va desde un reloj de muñeca en la batalla de las Termópilas hasta un caballo en una lucha entre pueblos precolombinos.
–Segundo principio: Que si existen pruebas o evidencias tangibles y concretas de algo que sucedió o existió en la historia no se debe reinventar y cambiarlo. Si hubo una pirámide de Egipto no podemos inventarnos un edificio octogonal, lo mismo que si sabemos que Ana Bolena fue la esposa de Enrique VIII no debemos casarla, por intereses ficcionales, con otro personaje de la corte, por más que apuntale la idea que se quiere transmitir por los creadores de una ficción.
–Tercer principio: Que una historia de ficción debe dejar libertad creativa a sus creadores, guionistas, directores, etc… siempre y cuando se respeten los dos primeros principios.
Se parecen a las leyes de la robótica.
¿Por qué los asesores históricos se dejan llevar por estos principios? Bueno, no es por azar. Sabemos que la historia es una ciencia donde la verdad puede ser contradictoria según el historiador que la cuenta, pero bajo cierta lógica de objetividad, intentan que la disciplina de la que viven y que han estudiado no se falsee, que la ficción a la que prestan sus conocimientos sea lo más verosímil posible, que no se transmitan mitos o argumentos que rompan las evidencias que se tienen de una verdad histórica, que el consumidor de hoy no adopte posturas morales actuales para el análisis de la historia, que es como es, nos guste o nos disguste y de paso que, tras aceptar este precepto tan básico, sea consciente del camino avanzado hasta la sociedad actual.
Como consumidor de ficción detesto los adoctrinamientos. Prefiero que sea el consumidor, con su inteligencia y su preparación, quien decida si los falsos discursos narrativos merecen ser seguidos o no. Si un autor de novelas o un director de un filme quiere suicidar o encumbrar su carrera falseando la historia o la realidad, prefiero que sea quien recibe esa tergiversación quien decida si quiere asesinar o salvar al creador.
No soporto los discursos moralistas de quien quiere retirar una película de Netflix según los argumentos ideológicos o sociopolíticos que defiende. Estoy harto de ver malas ficciones que son defendidas por su discurso como magníficas realizaciones ficcionales que son atacadas por su argumentación sociopolítica. Pues prefiero que existan ambas, y que decida el lector-espectador.
Otra cosa, y en esto sí me siento bastante preocupado, es la cultura intelectual del consumidor de ficciones.
Vivimos una cultura de masas, y mucho más que nunca, la imagen nos condiciona porque esta viaja mucho más rápido al otro lado del mundo que nunca antes en la historia. La cultura y preparación intelectual del consumidor actual es un problema en esta circunstancia dado que en esta sociedad de la tiranía de la imagen hemos desterrado las ciencias sociales (es decir la Filosofía, Historia, Geografía, Sociología, etc…) de los medios de comunicación de masas.
Para aprender sobre el mundo que nos rodea, y digo aprender en todos los sentidos, desde la antigüedad hasta hoy, no puede ser que nos quedemos en el medio televisivo, las redes sociales y las plataformas audiovisuales online.
Para juzgar con argumentos sólidos la realidad, y de paso una serie que nos falsea la historia, tenemos que ir más allá de la imagen que se nos transmite por estos medios facilones y debemos meter la nariz en aquellos que exigen años de trabajo y perseverancia, y entiendo que no todos están dispuestos al agotamiento que exige este esfuerzo.
No estoy muy seguro que el lector o espectador actual, sea capaz de comprender el falseamiento histórico y el fraude intelectual que implica proponer una Ana Bolena negra y feminista. Una gran parte de los que hoy ven la serie, llevan años de adoctrinamiento en un discurso moral y correcto dominante que probablemente los lleve a que, en años futuros, muchos de ellos transmitan a sus hijos que Ana Bolena era negra y jamás se cuestionarán la hipocresía histórica que implica que una mujer negra estuviera en el trono de Inglaterra en el siglo XVI.
Y bueno, es el mundo que nos ha tocado vivir. En la actualidad no existen discursos inocentes en la ficción. Y este no parece serlo tampoco.
[1] Rafael Narbona, «¿Qué será de la literatura?», noviembre 2, 2021, https://elcultural.com/que-sera-de-la-literatura.