No estoy excesivamente aterrado por esta pandemia, pero soy un privilegiado. Este encierro me ha enclaustrado solo con mi hija, con un salario, un trabajo que puedo hacer por Internet y mucho tiempo para escribir, leer y ver pelis, pero, sobre todo, para dedicarme a cosas que jamás imaginé, como hacer muebles y ropas para barbies. A mis casi 50 años.
Es razonable. Oigo a mis padres, mis abuelos, y los padres y los abuelos de mis amigos, que vivieron guerras, otras epidemias y otro tipo de situaciones complejas, y no puedo dejar de pensar que quedarme en mi casa en estas condiciones es un sacrificio mínimo, algo que quizás puedo hacer por ellos, que están más en riesgo que yo.
Sin embargo, cada vez que tengo que salir, cada vez que escucho o veo al personal médico jugarse la vida, cada vez que mando (o recibo) un mensaje a un amigo o un familiar, o que sale un político a dar explicaciones (en especial los que gobiernan España) siento una carga emocional terrible.
Y es lógico porque estamos viendo algo inaudito: una enfermedad que paraliza al sistema sociopolítico más eficaz que ha existido sobre la faz de la tierra, y por más que la situación parece caótica, y más allá de la polémica de si esta parálisis es lógica o no, no puedo dejar de pensar en el día después porque esto acabará.
Reflexiono primero en la situación desastrosa que va a dejar esta paralización de muchas de las actividades económicas que sostienen nuestras sociedades occidentales: no va a ser fácil recuperarlas. Después, me preocupa que haya tantas voces que nos incitan a no decir lo que ahora va mal, siempre son aquellos que piden que no se haga contra los suyos, pero lo hacen con el contrario. Y no puedo dejar de sentir mucha preocupación al pensar en manos de quien está España en esta crisis sanitaria y luego que salgamos de ella, políticos más preocupados por “chupar” pantalla ahora y las urnas de mañana.
Pero hay algo que me inquieta aún más porque sus consecuencias serán a muy largo plazo y, por tanto, más difíciles de revertir y subsanar.
He escuchado y leído muchas veces en estos días que luego de la pandemia el eje de la sociopolítica va a dejar de pilotar en torno a Estados Unidos y Europa, y que el orden mundial arrojará a China como la nueva potencia que marque las pautas de la geopolítica. ¿Por qué? Porque China está tirando la casa por la ventana ayudando al resto del mundo a salir de esta pandemia que allí mismo se originó. Y aclaro, según lo que sabemos, se originó en la naturaleza, no en un laboratorio siniestro destinado a alimentar las mentes calenturientas de los valedores de las teorías conspirativas.
Esta alabanza estúpida al gobierno chino por repartir experiencia e insumos médicos por un virus que en principio ocultaron me alarma muchísimo, sobre todo porque es una alabanza hecha desde aquí, desde donde vivo, desde un lugar donde, con defectos, avances y retrocesos, pero siempre avanzando, se respetan las libertades y los derechos humanos.
Si luego de esta catástrofe el orden mundial se orienta alrededor de un país con un régimen comunista, es que la humanidad es idiota. Y yo, optimista redomado, me siento pesimista en esto. No puedo dejar de sentir desasosiego. Que nos reorientemos en torno a un país con una mezcla tan confusa entre economía y política y donde, en todos los casos, el ciudadano apenas tiene derechos, no es la mejor de las consecuencias de este desastre. Lo peor es que desconfío tanto de la memoria política de la gente, que probablemente hasta suceda de verdad.