Si quieres escuchar el podcast:
Leí una entrevista a Pablo Alborán donde se queja de la fama.[1] En casi toda entrevista que se haya realizado a un artista famoso me resulta contradictorio cuando escucho quejas de su falta de privacidad en la calle: en definitiva, de las consecuencias de la fama.
Si alguien escoge ser artista sabe que su trabajo es para los demás, que aquellos que consumen lo que hace son el más variopinto universo que pueda imaginar, y que va desde el tímido admirador que jamás se acerca, hasta el fanático obtuso que cree tener derechos sobre el creador por haber comprado su disco o su libro.
Sin embargo, tengo la absoluta convicción de que escoger una forma de expresión pública no significa necesariamente pretender una vida pública. Muchas veces la expresión artística o literaria, cuando es auténtica, se encauza como una senda, más personal o íntima, de exponer la realidad de otra manera.
Sí, todos queremos que se reconozca nuestro trabajo, sea la ebanistería o la novela, la peluquería o la pintura; y esconderse tras la falsa modestia de que se hace para uno mismo, puede ser parte de la verdad, pero no toda la verdad.
Por regla general queremos que se nos dé una palmadita en la espalda, que nos digan que nuestro trabajo es bueno o bien hecho, que los objetivos que nos trazamos al empezar un proyecto han sido logrados; nos apetece escuchar algún elogio a aquello que escogimos voluntariamente y que nadie nos impone. Nos gusta escuchar que un texto es impecable o que la última canción es celestial. Queremos que reconozcan lo que hacemos bien y, si nos sale mal, que nos digan la forma de hacerlo mejor; y eso sólo se logra sometiéndolo a la plaza pública, sacando las vergüenzas al aire y dejando que sean los demás quienes juzguen si lo que hicimos merece la pena o deberíamos cambiar de profesión.
En la literatura, manifestación que conozco algo mejor que otras, es algo más posible la invisibilidad. La lectura y disfrute de un libro no exige nunca la presencia del escritor. Si el libro nos sublima, leemos algo más del mismo autor y quizás, hagamos algo por conocer su vida, aunque, por lo general, un escritor puede gozar de cierta intimidad, siempre que decida no entrar al juego comercial de las presentaciones, que muchas veces son indispensables para el autor, obligatorias para la editorial y difíciles de soslayar.
Pero conocer un artista no es conocer su arte. O lo debería decir al revés y más universal, conocer el arte de un creador no es conocer al creador. Me he dado cuenta que gran parte del público lector toma los libros de un autor como si fuesen, inevitablemente, la propia vida del autor. Esto puede tener algo de verosimilitud en una autobiografía, si bien, en la realidad, tampoco es exacta la vida de quien la escribe para contarla a los demás. ¿Por qué? Porque se escogen pasajes que interesan al público y se soslayan aquellos que pueden no ser interesantes o que no nos encumbran.
Pero en todos los casos, tomar las frases de una novela como las frases del propio autor (yo mismo cometo el error) es casi siempre un ejercicio estéril que no siempre guarda relación con la realidad. Hay frases dichas por personajes en Madame Bovary, Guerra y Paz o Los miserables que son abiertamente misóginas, y nadie en su sano juicio acusaría a Flaubert, Tolstoi o Hugo de odiar a las mujeres enarbolando las frases de sus personajes, incluso cuando ellos mismos puedan haber sido en su vida privada eso o cualquier otra cosa peor. (este extremo no me consta).
Los personajes son seres inventados que muchas veces ganan vida propia. Para convertir a Jean Valjean en un héroe, Víctor Hugo tuvo que meterse en la cabeza de su personaje como si de un ser real se tratara, pero tuvo que meterse igual en la cabeza de Cosette y antes en la de Fantine, y en la de los malvados Thernadiers, y en la del inspector Javert, y dentro de todos ellos intentar pensar como ellos para que resultaran creíbles y para que Los miserables se convirtiera en la obra universal que es hoy.
Es verdad que todos los personajes, creados por la misma mano, terminan teniendo algo de su creador. A fin de cuentas, entre la vivencia y la observación, el artista termina poniendo algo de sí mismo, incluso en los personajes que menos se le parecen. Pero personajes al fin no son el propio autor, y hasta en aquellos que más se le parecen, incluso cuando el autor se utiliza a sí mismo como personaje (como el caso de Houellebecq, que algunas veces se pinta a sí mismo en sus novelas como un tipo bastante despreciable) no se debe tomar al pie de la letra que el personaje refleja la personalidad del propio autor.
Recién releí El arte de la novela, donde Milan Kundera recuerda que los personajes son un YO hipotético, personajes que pudieron haber sido nosotros mismos como creadores, pero que no lo son en realidad.
Aunque soy yo quien habla, mi reflexión está ligada a un personaje. Quiero reflexionar sobre sus actitudes, sobre su forma de ver las cosas, en su lugar y con mayor profundidad de lo que podría hacerlo él. La segunda parte de La insoportable levedad del ser empieza por una larga reflexión sobre las relaciones entre el cuerpo y el alma. Sí, es el autor quien habla, sin embargo, todo lo que dice sólo es válido en el campo magnético de un personaje: Teresa. Es la manera que tiene Teresa de ver las cosas (aunque nunca las haya formulado).[2]
Los personajes son en sí mismos como máscaras que nos ponemos para obligarnos en la ficción a recrear, y quizás corregir, un contexto que no existe ni ha existido en nosotros. Un personaje puede tener mucho del creador y finge, imagina hechos y situaciones que el autor nunca hizo o que no haría en realidad, y pone a su personaje bajo la presión o el estrés de una situación que el mismo autor no ha vivido y que no pretende vivir.
Pero podemos ir más allá de la comparación del creador y su personaje; tomar la figura pública del artista como la vida del propio artista es irreal. Una entrevista en la radio o la tele, una presentación de un libro o disco, una mesa-debate sobre un nuevo estreno fílmico, un texto público, sea dentro de un libro impreso o en la página de una red social, (como este mismo que ahora lees) busca crear una impresión concreta, intenta conducir a un grupo de personas hacia un objetivo determinado, y no siempre, sobre todo cuando es ficción, es un texto que describa vivencias personales.
Pero sé que todo esto que digo no sirve de nada. Sé que quien sigue a un artista, quien está entusiasmado con la obra de un creador, seguirá magnificando (u odiando) a la persona por su obra, y tratará de contactarlo si le es posible, y lo verá en la calle y le será imposible evitarlo. Porque a veces nos emocionan cosas que no sabemos por qué lo hacen y no podemos evadir, y queremos saber por qué nos emocionan, como lectores, oyentes o espectadores. Y como creadores queremos contarlo, necesitamos hacerlo saber a alguien y si es quien nos lo ha provocado, mejor.
Al final, por más que lo busques, y como Alborán o yo mismo, te encierres en tu casa, no es posible evitar a los seguidores, porque ellos son parte esencial del sentido mismo de la obra que hacemos.
[1] cosmo. «Pablo Alborán: “La fama me ha hecho encerrarme en casa”». COSMO, s. f. https://www.canalcosmo.es/actualidad/life-style/pablo-alboran-la-fama-me-ha-hecho-encerrarme-en-casa.
[2] Kundera, Milan. The art of the novel. Rev. ed. New York, NY: HarperPerennial, 2000. P. 79 y 80