»El día que nos dé a todos la misma grima Chávez que Pinochet; Franco que Castro o Stalin que Hitler será un gran día.» (Antonio Naranjo)
El ser humano nunca deja de sorprenderme. Esta especie nuestra, que al parecer venimos de unos homínidos muy parecidos a los monos, cada día me hace pensar que estamos más cerca de nuestro linaje de origen que del homo rationabile que deberíamos ser.
La muerte de Hugo Chávez ha vuelto a sacar la extraña moral que tienen algunos progresistas de izquierda para definir a los dictadores. Como no podía ser de otra manera, la razón que nos debería asistir a todos cuando analizamos la pérdida de libertades bajo cualquier régimen, por algún motivo desaparece en algunos cuando toca hacerlo a los dictadores o totalitarios que encarnan las ideas que ellos defienden.
No pienso hacer extenso un artículo-crítica del chavismo. Creo que ese movimiento tiene suficientes evidencias para que cada uno saquemos nuestras conclusiones y alguna vez he reflexionado sobre estas contradicciones de la izquierda mundial, que luchan a favor del aborto en seres humanos mientras se escandalizan con el consumo de huevos de quelonios, o que hablen de presos de conciencia en España y les negaran ese derecho a Orlando Zapata Tamayo, en Cuba.
La técnica recurrente para patrocinar las ideas indefendibles en las que creen es la siguiente: si les hablas del exceso de tonos grises te hablan de la lentitud del caracol porque es más interesante desviar el tema hacia lo que conocen que sostener un diálogo sobre lo que selectivamente olvidan.
Por mi parte, detesto cualquier ideología, movimiento o país, que para defender los derechos de sus seguidores aplaste los derechos de los contrarios. En esto el chavismo ha sido un gran ejemplo. Algunos ensalzan los logros de educación y salud de este tipo de movimientos hacia los pobres como si con eso bastara para ocultar la miseria generalizada y la supresión de las libertades en que ha sometido a toda la nación.
Pero por más que lo repruebe, por más que odie las imposturas del personaje que acaba de abandonar este mundo, por más que detesto su figura, lo que encarna, las ideas que defiende, no abogo por el fin del chavismo.
Si fuera a aplastar al socialismo y al comunismo, ideologías que han demostrado su escaso respeto por la libertad, como ya he dicho antes en algún texto previo (Tolerar a mi oponente), tendría que aceptar que se aplasten ideas, partidos o países que hoy son demócratas convencidos y, sin embargo, tienen sus raíces históricas en leyes o estatus quo que fueron abominables. Sólo un ejemplo: el derecho romano reconocía la esclavitud.
Por eso prefiero que este movimiento y sus seguidores incondicionales, que han convertido a un ser humano de ideología irracional en poco más que un santo universal, sigan existiendo, que sea el laboratorio de la vida quien los someta al mismo experimento al que se sometió el pinochetismo y el socialismo soviético.
Pero esta norma de tolerar al oponente, aceptar sus opiniones, por más que nos sean detestables, siempre que las expresen respetando las nuestras, y que debería ser básica en todo ser humano normal, es una extraña virtud que al parecer sólo es practicable por la minoría.
Nadie me va a convencer de que el chavismo ha sido bueno para Venezuela. Los datos están ahí, pero si ese movimiento extravagante tiene seguidores, quiero que se vean obligados a hacer lo que no han dejado ellos hacer a los contrarios, quiero que se vean obligados a someterse a urnas reales, a elecciones sin presiones a los contrarios, a que los ciudadanos libremente vean sus entrañas sin el poder de comprar votos por privilegios.
Mi vocación democrática no me permite pensar en aplastar a los que no piensan como yo, como sí lo harían, si pudieran, la gran mayoría de los que defienden el ideario chocante de Hugo Chávez y los hermanos Castro.
Churchill dijo una vez “No creo en lo que dices, pero defiendo que lo digas”. Pues por ahí los quiero ver. Esos a los que tolero su ideario izquierdista sobre el capitalismo, que tienen la libertad de saltar a las calles a criticar la esclavitud en qué viven en España, Alemania, Francia o Estados Unidos son los mismos que me meterían en un calabozo por criticar a Hugo Chávez.
El chavismo no debe desaparecer, merece ser sometido a una democracia verdadera.
No me canso de recomendar el libro, La inteligencia fracasada, de José Antonio Marina, de repetir como un loro aquello de que:
“Una persona muy inteligente puede usar su inteligencia estúpidamente. Ésta es la esencia del fracaso, la gran paradoja de la inteligencia, que, como todas las paradojas, produce una especie de mareo. La discrepancia entre “ser” inteligente y “comportarse” inteligentemente nos revela que entre ambos niveles hay un hiato, donde actúa un campo de fuerzas mal descrito…” (José Antonio Marina, La inteligencia fracasada. Anagrama, Barcelona, 2008, pág. 18).