Tengo una paradoja importante en mi vida. Soy agnóstico, escéptico por naturaleza. No me creo ningún mito, conspiración internacional o supuestos misterios por descubrir. Sin embargo, me gusta la ciencia ficción, las películas futuristas, las fantasías de posibles llegadas de alienígenas a nuestro planeta o terrícolas a otros mundos, la atrayente y peligrosa idea de que pudiéramos conocer a nuestro recontratatatarabuelo mientras luchaba contra los franceses en el 2 de mayo de 1808.
No sé por qué me sucede. Quizás –y esto lo creo posible– quisiera creer que lo imposible puede dejar de serlo alguna vez.
Si una mañana del siglo XVI usted se levantaba por la mañana con la idea fija de que la tierra era redonda, lo menos que podía pasarle era que alguien se riera en su cara; algunos fueron quemados en una hoguera por expresarlo públicamente. Si se atreviera a decirle a un conocido un día cualquiera de 1950, que un día habría teléfonos sin cables por los que hablar por la calle y una red de información global por aparatos parecidos a máquinas de escribir eléctricas, lo mirarían con cara de carne de manicomio.
Quizás por ello siempre estoy, como Houdini, a la caza de la mentira, pero dispuesto a que alguien me presente las sólidas pruebas de que algo ha dejado de ser un mito o una conspiración internacional.
Quisiera creer que en algún sitio ahí afuera algo demuestre que no somos una excepcionalidad caprichosa en el universo, quisiera creer que un día alguien pueda demostrar que llegar a la estrella alfa de la constelación de la ballena en medio mes no sea un sueño imposible, o conocer qué sucedió con el revolucionario cubano Camilo Cienfuegos en el estrambótico y accidentado vuelo de avioneta donde desapareció en un cielo sin nubes.
Hace unas semanas un investigador norteamericano, Nick Bellantoni, arqueólogo, tuvo el permiso para analizar el supuesto cráneo de Hitler encontrado por los soviéticos en el búnker donde teóricamente se suicidó el dictador alemán. Esto es historia. Casi nadie duda de que Hitler se tomó una pildorita venenosa antes de volarse los sesos.
Los resultados de las investigaciones de Bellantoni auguran que lo que quedaba de Hitler no lo es, ni siquiera es el cráneo de un hombre sino de una mujer joven y no es el de Eva Braun, la amante del dictador. «Podría ser cualquiera», concluyó Bellantoni. ¿Y ahora qué?
Imaginemos por un segundo que Bellantoni tiene razón. ¿Qué pasó con el cráneo del dictador alemán? ¿Lo habrían cambiado por el actual donde estaba guardado? ¿Tuvieron razón los soviéticos cuando aseguraron que fue Hitler quien se disparó en el búnker? Si la respuesta es no, ¿habrían actuado de mala fe?
Aquí hay interrogantes para rato. Y además, hay un argumento consistente con la realidad. El comunismo es un sistema donde la verdad brilla por su ausencia. Hay, secretos, incluso crímenes, que nunca se sabe cómo se llevaron a cabo. No es que el occidente capitalista escape a las mentiras desde los estados, pero en el comunismo no existe prensa libre, no hay asociaciones civiles, ni lobbies que presionen a los estados con la búsqueda de la verdad.
¿Quién puede asegurar ahora que, en caso de que el cráneo no fuese posteriormente cambiado, los soviéticos hayan ocultado la verdad o simplemente hayan realizado una investigación chapucera que no dio los resultados verdaderos?
Si esto se confirmara habría que empezar por prestarle cierta atención a las teorías de que estuvo escondido en América, más concretamente Argentina, hasta el fin de sus días. Y quien sabe si habría que sacar del congelador algunas de las más importantes teorías conspiratorias para analizarlas con otros ojos. ¡Dios, a ver si habrá por ahí alguna teoría conspiratoria más que habría que creerse!
Es indudable que existen varios misterios sin resolver. El tiempo lo demostrará. Un saludo