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Una de las primeras advertencias que suelo hacer cuando doy clases a un grupo nuevo de estudiantes es la absoluta falta de coherencia de mi acento español. No es una boutade. Mis clases, más allá de la enseñanza de la escritura, en general, son de cultura hispanoamericana en español-castellano en una universidad francesa, para estudiantes que, de forma general, no tienen el oído entrenado para diferenciar entre el vos del Río de la Plata y el asere de Cuba, pero es importante hacerles entender por qué a veces digo Zaragoza y otras Saragosa sin sentido, autoridad ni control.
¿Por qué? Porque considero que el idioma español es mucho más que las diferentes entonaciones de sus hablantes, es decir algo más que la forma de decir zetas, eses o jotas, según el circunstancial lugar donde sus padres decidieron traerlo al mundo. Y que decir que alguien habla mal el español o que un acento es más verdadero que otro, incluso, vanagloriarse de usar un acento o una derivación concreta del español, es una reverenda estupidez.
La reflexión viene por la incomprensión (debería decir intolerancia) de algunos “patriotas” de los acentos comarcales, amantes nacionalistas del terruño por encima de la lengua, en especial de algún que otro cubano que leo o escucho que se siente obligado a defender tanto que sabe decir «Asere, ¿qué bolá?«,que se incomoda si otro le dice, «Buen día, ché«, «Qué paja, quillo» o un simple «Buenos días» con otro acento que no sea de Centro Habana.
Usualmente esta incomprensión viene de los pequeños castritos que cada cubano ha criado en su interior como asimilación o rechazo del gobierno que existe en Cuba. Porque a poco que se haya vivido fuera de su país teniendo que ganarse la vida o intentar que su labor profesional sea entendida y digerida por los que no nacieron en su mismo código postal, sabe que la neutralidad de cierta entonación o, incluso la asimilación de un acento extraño, viene a veces por una necesidad y no un esnobismo. Aunque haya quien también lo haga por esnobismo.
En realidad, el mimetismo idiomático es un fenómeno que pasa a todo inmigrante de cualquier país o idioma que debe desarrollarse social o profesionalmente en un ambiente distinto donde se hable su propia lengua. Recurro a un ejemplo, esas muletillas del entendimiento.
En España trabajaba en un servicio de información telefónica del Ayuntamiento de Madrid (saludos a los grandes amigos que hice en el 010) y tenía que repetir la información, al contrario de mis colegas madrileños, vallisoletanos o conquenses dos o tres veces porque no se entendía del todo mi acento cuando daba la información. Al darme cuenta que estaba trabajando más de lo debido, opté por vocalizar más ampliamente y decir, a la manera local, los números y las palabras que pudieran tener algún tipo de ambigüedad, es decir, expresarme con un acento, más bien un sonido vocal, que se acercara de alguna forma a la zeta sin que lo fuera en realidad. A partir de entonces, trabajé igual o incluso menos que algunos de mis compañeros de entonces.
La experiencia me había enseñado que mi acento, como el de una mayoría de cubanos, era lo contrario a la apropiada entonación, no por incorrecta, (que a veces también) sino por inconveniente para una comunicación más cómoda con no cubanos. En Cuba no se suele vocalizar cuando se habla, y esto, que no trae problemas cuando estás rodeado de gente del terruño, es un problema cuando sales a confrontar tus puntos de vista con otras nacionalidades.
Al final, claro, al modular mi vocalización entre españoles, más entre madrileños, al asimilar esta forma de hablar durante 4 años y moviéndome en medios donde apenas tenía cubanos a mi alrededor, cambió mi acento.
Algunos nacionalistas del terruño, cuando me escuchan dicen que ya no soy cubano. A veces hasta con retintín, lo cual hasta me agrada. Y sí, al final, cuando en Cuba me escuchan algunos me dicen que he perdido el acento, pero en el resto del mundo me reconocen al momento que nací en la isla del Caribe porque “tu acento es fuertemente cubano”, me dicen. ¿Y entonces?
Los patrioteros de la lengua, estos alfeñiques de la cultura del código postal por encima de la universal, poco pueden argumentar sobre su intolerancia con los acentos ajenos. Asimilar un acento o mantener cierta neutralidad ante la posibilidad de la incomunicación no es complejo de inferioridad, es una cuestión de hacerte entender con economía de recursos y adaptación al medio. Por tanto, tampoco hace falta ensalzar el nacionalismo patrio, y aun menos el de la lengua. Ya sabemos adónde suelen llevar los nacionalismos. Y no es precisamente a un terreno pacífico y tranquilo.