Alguna vez leí en un libro del científico Carl Sagan que si la historia de la tierra se concentrara en un año la parte que ocuparía el hombre, desde la aparición del primer homínido conocido y hasta los atentados de la India del 26 de noviembre de 2008, sería de tan solo una mísera e infinitésima hora y media del día 31 de diciembre de esos 365 días. Sorprende la diversidad de etnias, lenguas, culturas y problemas que ha dejado el homo sapiens en ese pestañazo histórico.
Pensemos un segundo sobre lo que ha sucedido en los más o menos seis o siete millones de años que significan esa hora y media. Han desaparecido o se han alterado significativamente civilizaciones enteras –desde el Egipto de los faraones o la columna mesopotámica de Hammurabi hasta la actual Irak–, dos guerras han involucrado al mundo entero conocido, ha habido más de diez naciones que han regido los destinos de la humanidad, han desaparecido idiomas o se han dejado de hablar a pesar de ser la base de nuestra civilización, como el latín, ha evolucionado la escritura desde los jeroglíficos tallados en piedra hasta el Microsoft 2007 desde donde escribo. Y el hombre sigue ahí, viviendo mejor que en la prehistoria, el feudalismo o la época esclavista.
Si esos seis o siete millones han dado a la luz la situación actual no es por obra y gracia de una mano invisible de un Dios cualquiera, sino por la propia convivencia humana, que a través de la forma más antigua de llegar a la verdad –prueba, error, repetición– ha comprendido que este es el mejor de los mundos posibles hasta el momento presente. Habrá otros mundos mejores en el futuro, no me cabe la menor duda como no lo dudaría quién tenga un mínimo de curiosidad por la historia de la humanidad y no se crea las infinitas catástrofes que nos pronostican el fin desde que el mundo es mundo. Pero lo acontecido hasta aquí es, mal que nos pese, lo más inevitable y menos malo que hubiera podido pasar aunque se hayan perdido cosas necesarias en el camino.
Pensando en esto todavía no alcanzo a comprender el empecinamiento de algunos reaccionarios por mantener situaciones que claramente van en contra de la civilización humana. Los idiomas, por ser más específicos, han ido resumiéndose hasta llegar a una concentración que ayuda a la mejor comprensión del hombre actual con sus semejantes.
Si hoy los idiomas más importantes del mundo son los que se han mantenido a lo largo del tiempo lo es por el propio decursar humano (incluyendo guerras de expansión y sometimiento de pueblos, pero también por lógico bienestar del propio ser humano que se acomoda a lo más sencillo) y nada hay que pueda cambiar esa situación a menos que la propia gente, desde abajo y sin intervención política, decida que no quiere hablar más inglés o español. Gastar dinero, legislar o presionar a la gente común desde las instituciones para que dejen de hablar una lengua y hablen otra es algo así como obligar al primer hombre que usó la rueda a cambiar su invento por una piedra de forma cuadrada.
Es totalmente absurdo e inexplicable ver a partidos y gobiernos nacionalistas del mundo gastar dinero y esfuerzos en invertir el desarrollo lógico de la civilización obligando a la gente, con su propio dinero, a hacer aquello que naturalmente quieren hacer con los idiomas.
La esperpéntica afirmación de los “responsables” de Normalización Lingüística del Ayuntamiento, la Diputación y la Universidad de La Coruña que comparan hablar el español con la violencia contra las mujeres no es más que una forma aún más agresiva de reconocer su incapacidad por intentar que la gente común hable gallego en contra de su propia voluntad de hablar y aprender más español. Daría risa si no fuera porque montones de mujeres mueren cada año por culpa de la violencia ejercida sobre ellas y porque se gastan fondos públicos en imprimir folletos, publicar libros, aprobar leyes, hacer campañas que van en contra de la lógica de la gente de la calle.
Mal que les pese a los nacionalistas catalanes, vascos o gallegos, el español es la tercera lengua más hablada del mundo –y porque hay más chinos en el mundo que ácaros en mi apartamento– y si alguien quiere mejorar en su vida profesional y personal debe aprender, además del idioma de su comunidad autónoma, alguna otra que le permita salirse del provincianismo inane del sometimiento a una lengua. Si un excelente periodista sólo habla catalán, gallego o euskera, sus posibilidades profesionales de superación serán constreñidas al ámbito de su terruño y lo tendrá más difícil si pretende abrirse camino en el mundo más allá de sus cuatro paredes lingüísticas.
Y no se trata de obligar a nadie a hablar español, inglés o chino, –cada palo que aguante su vela– se trata de ampliar nuestro horizonte vital, de expandir nuestras posibilidades de supervivencia en un mundo que va hacia una dirección distinta a la que pretenden (por suerte) los políticos nacionalistas.
Si alguien pretende que una lengua se mantenga en contra de la lógica humana que vive el ciudadano de a pie está siendo un reaccionario cuya supervivencia en el poder depende de esa postura que permite seguir usando fondos públicos en beneficio de una quimera. Quizás no sea la manera políticamente más correcta de defender al español, el idioma destinado a ser, según algunas fuentes, el segundo idioma más hablado del mundo en 2030, pero creo que será una de las más sinceras. No vale la pena andarse por las ramas para defender a la humanidad con su lógico desarrollo. Estas polémicas no hacen más que reafirmar mi idea de que muchas veces perdemos parte del tiempo de nuestra hora y media histórica en chorradas que nos desvían de lo verdaderamente importante: somos apenas una mota de polvo que navega en un mar infinito.
Parece incríble que se pueda defender la desaparición de un idioma dejándolo de la mano de los hombres simples. Hoy sabríamos más del mundo si supiéramos todas las lenguas que han desaparecido
¡Pobres mentes pobres y miserables!, en vez de abrirse al mundo, se encierran en la estrechez de un idioma y lo peor de todo, rechazando uno que le permite mayor libertad. Y lo más triste de todo, políticos inútiles e ineficientes que convencen a los borregitos de turno. ¡Patético!