El ser humano tiene varias contradicciones que todos los científicos dan por seguro. Sin embargo, no deja de ser sorprendente que aún debamos vivir con ellas. Una de las más llamativas es la tendencia a dejarnos embaucar por cualquiera que encauce discursos razonables y convincentes (aunque sean falsos) cuando en la realidad somos seres individuales y tendemos al individualismo.
Sí, sin dudas; desde las salvajadas que un grupo de adolescentes es capaz de cometer guiados por un líder, o revisando la historia, desde Carlomagno (y quizás antes Gengis Khan) hasta Hugo Chávez y pasando por Hitler demuestra que el ser humano tiene tendencia a seguir a alguien, da igual lo que pida, lo importante es sentirse parte de un grupo, aceptado en un ambiente que nos acoge y entiende.
Probablemente este sea el mejor argumento que la magnífica película The Wolf of Wall Street, dirigida por el siempre impredecible Martin Scorsese, nos deja para la historia.
Entré a verla con reparos. Había escuchado tanto sobre sus escenas de sexo y el consumo desmedido de drogas que ya me sentía obligado a reprobarla sin haberla visto. Sin embargo, y como se ha dicho tantas veces: la práctica es siempre el criterio valorativo de la realidad.
En esta desbordante borrachera de excesos el director neoyorquino nos traza el ascenso y caída de Jordan Belfort, uno de los brókeres más importantes del mundo financiero de los años 90. Creador de Stranton Oakmont –uno de los imperios económicos más fraudulentos de la historia y sin embargo, exitoso en su ascenso hacia el mundo de las finanzas– Belfort es interpretado en pantalla por el actor fetiche de Scorsese, Leonardo DiCaprio, quien está cada día demostrando que es algo más que una cara bonita de Hollywood.
La impresionante interpretación de Leonardo DiCaprio es una muestra de lo que se puede hacer con una buena historia, un director atrevido y un actor que no tiene reparos en pantalla. La evolución del personaje es convincente, completamente verosímil; por momentos, adorable casi, y en otros el ser más detestable que podamos conocer, y pasando de uno a otro con solvencia, sin saltos impredecibles ni falsedades de interpretación.
Nunca he sido temeroso o contrario a la gente que gana dinero. Los ricos no me asustan, más bien me sirven como ejemplo para saber qué puedo aprender de ellos sin cometer sus excesos (si es que lo ha cometido) en el proceso de llenarse los bolsillos.
Tampoco me creo que todo los que han logrado llenar los bolsillos se lo han quitado a otros. La historia demuestra que la creación de riqueza no es lo mismo que la estafa. En El lobo de Wall Street no se cuenta la historia de un tipo exitoso sino que se hace la disección de una estafa. Sin embargo, Stranton Oakmont es algo más que una gran estafa. La compañía creada por Belfort funciona como una secta, con los discursos entusiastas del líder, una normas de convivencia rígidas pero sencillas, los cánticos repetitivos y exultantes de la masa y toda la parafernalia orientada a un único objetivo: la creencia de un Dios, en este caso el dinero.
Si tuviera que sacar una moraleja útil de esta magnífica embriaguez de buen cine de casi 180 minutos sería que ganar dinero no puede ser el único objetivo, que buscar una vida sin penalidades económicas no debe ser sólo por la búsqueda del Dios verde.
Hay una pregunta que no me abandona desde que empezaron los créditos finales de El lobo de Wall Street y que quizás resume todo lo que podamos sacar de útil en esto:
¿Son estos los tipos que enseñan cómo ganar dinero a los que mueven nuestro dinero? Es escalofriante imaginar la respuesta.