Un conocido pregunta si le recomendamos ver una película: The Killing of a Sacred Deer; no es cualquier película, ni es un director conocido ni alabado por la moderna maquinaria de hacer cine que produce, como tendencia, las mismas ideas, los mismos temas y una misma forma de hacer cine de fin de semana y palomitas.
Como es lógico las opiniones difieren como respuesta: una obra de arte o una plasta; es la reacción que producen algunos realizadores que se salen de la norma y Yorgos Lanthimos se sale constantemente. Pero entre los comentarios me sorprende encontrar a gente capaz, con argumentos, que se salen de la norma consumiendo (y algunos hasta produciendo) buenas obras de arte en literatura y cine, que se niegan a ver la película porque no quieren ver cine violento.
El asesinato de un ciervo sagrado no es una película fácil. Narrativa o argumentalmente no tiene problemas de comprensión: un cirujano (Colin Farrell) con una familia modélica según los cánones de la sociedad; es decir una esposa perfecta (Nicole Kidman) y dos hijos de sexos diferentes, se enfrenta, por un error del pasado, a un conflicto irresoluble, a una decisión que le obliga a cambiar sus convicciones, su forma de ver y entender la vida y más que nada y sobre todo, la paz que vive que con su familia.
¿Dónde está entonces el problema? En el conflicto moral que plantea, en la desgarradora idea de que este cirujano, para salvar a su familia, está obligado a escoger entre dos soluciones que ponen en entredicho todo lo que podamos creer o entender sobre nuestra moral o nuestra capacidad de empatía como seres humanos.
Este hombre, y toda su familia enfrentan una amenaza que a veces no entendemos porque no está del todo explicada, o está explicada en forma alegórica; es la reposada venganza –tan reposada que se vuelve incómoda para el espectador– de un joven (Barry Keoghan con una actuación absueltamente genial) que parece representar a Dios o al diablo o uno suplantando al otro. Lo peor, lo más inquietante es que no sabemos en realidad del carácter de esa amenaza.
The Killing of a Sacred Deer nos plantea un turbador conflicto cuya resolución es inquietante y, casi seguro, imposible en la vida real. No cuenta aquí la empatía con los otros o nuestra fuerza moral o la fortaleza de nuestros principios éticos, porque lo que importa, está en la sobrevivencia del clan, en la capacidad del grupo para escoger la mejor solución con el objetivo de seguir existiendo, o dicho de manera más cruda, no desaparecer de forma violenta.
El director Rodrigo Cortés, una opinión con bastante autoridad, nos dice que con este filme nuestro cerebro se pone a hacer deberes por su cuenta nos guste o no y que lo que nos salva de la incomodidad y la dureza del argumento que se plantea es su carácter metafórico, es decir la representación de algo más que una historia real.
Para afianzar este argumento Cortés nos recuerda la renuncia de Lanthimos al melodrama en The Killing of a sacred Deer. Y es cierto que mientras vemos la película este elemento no deja de sorprendernos; es la frialdad de las actuaciones, el hieratismo de los diálogos y las escenas lo que permite que algunos podamos soportar hasta el final la dureza del conflicto que plantea.
Mientras leía los comentarios sobre la película puedo entender que, para los que tenemos hijos, es incómodo mantenerse pasivo en la butaca, incluso puedo asimilar que alguien considere que la película es mala, aun cuando los argumentos vayan a la historia y no a la realización artística y cuando las virtudes del filme, en dirección, actuación y argumento, son muy obvias. Lo que me desconcierta es la ya idea típica –tanto que se está volviendo un clisé– de no querer ver una película porque solo se pretende ver cine positivo, películas que nos levanten el ánimo porque para ver cosas feas o violencia, ya tenemos la realidad de las noticias.
Alguna vez ya he comentado mi opinión de que no es válido solamente la belleza y la bondad en el arte:
Embellecer la vida, incluso mostrando la fealdad que hay en ella, aún a riesgo de dejarse el alma en ello; este es el conflicto de gran parte del arte y sus creadores[1]
Obviamente no pretendo obligar a nadie a que vea un tipo de cine que no aprecia; yo mismo escalo una cuesta empinada (aunque jamás me niego a subirla) entre Westerns y cine de artes marciales, pero desechar conocer una parte del arte sobre la base de nuestra moral, nuestras convicciones o nuestra forma de entender el mundo, solo nos afecta a nosotros mismos, porque nos perdemos gran parte de las mejores obras de arte de la humanidad.
El director Alfonso Cuarón en una entrevista ofrecida para el diario El País dijo:
El cine se ha ahuevonado(entiéndase ha perdido inteligencia), se ha aletargado en el sentido de convertirse en una herramienta narrativa. La narrativa debe ser una herramienta del cine. Admiro la narrativa, pero el cine contemporáneo mainstream son películas que puedes ver con los ojos cerrados. Llegas, compras las palomitas, te sientas en tu asiento y cuando apagan la luz cierras los ojos. Cuando acaba la película y abres los ojos, no te perdiste de nada. Todo te lo contaron.[2]
Creo que es exagerado desechar la narrativa en el cine, Cuarón no lo hace del todo cuando la reconoce como herramienta, pero contar y hacerlo estructuralmente bien es la base de la ficción. Tiene, sin embargo, toda la razón al quejarse de un cine que hoy en día ha creado un espectador que, en lugar de disfrutar del buen cine es un consumidor de palomitas que disfruta unas imágenes hermosas que le embellecen la dura realidad y le evitan la explosión metafórica de las neuronas.
Dejar de consumir buen arte sólo porque contradice lo que creemos o nos gusta es ir por la vida como aquella alumna que tuve en un curso de escritura que sólo leía literatura femenina y que su pluma producía sólo literatura mediatizada y casi androfóbica. En el arte cada cual escoge para consumir o crear lo que le apetece, pero rechazar de plano y por prejuicios un arte bien hecho nos va a condenar a consumir y producir un arte parcial, exactamente igual que si vamos al cine a que nos den palmaditas en la espalda o abrazos de ositos cariñositos y no a revolucionar las neuronas de cuando en cuando.
[1] https://hgquintana.com/en-el-arte-%c2%bfes-valido-solo-lo-bello/
[2] Luis Pablo Beauregard, «“El cine se ha ahuevonado”», EL PAÍS, octubre 27, 2017, https://elpais.com/cultura/2017/10/27/actualidad/1509058068_527399.html.