Homeland. Las obsesiones y la ficción

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Nunca me trago las varias teorías conspirativas. Me resultan increíbles, cargadas de poca sustancia racional y malintencionadas en el fondo. Por algún motivo casi siempre van en la misma tendencia: intentar desacreditar a algún gobierno (muchas veces antipático) o la tesis oficial y universalmente aceptada de un argumento que transmite pocas interpretaciones más que la verdadera.

Sin embargo, no dejo de perseguir las conspiraciones. Me atrae la fantasía que se esconde detrás de las mentes que idean estas teorías cargadas de una imaginación que intentan poner en dudas lo que conocemos. Me gusta conjeturar un mundo donde la verdad está siempre cuestionada, donde la gente es incapaz de aceptar que muchas veces –quizás la mayor parte de las veces y como el principio de la navaja de Ockham– la explicación más simple suele ser la más sencilla, pero aún nos resistimos a asumirla.

Pero todo bulo tiene sus aristas de verosimilitud, incluso a veces, de verdad. Y todo río que suena puede traer piedras. Si no fuese por algún teórico de las conspiraciones, quizás nunca habríamos sabido la intriga que hubo para intentar demostrarnos que había armas de destrucción masiva en un país que ya las había dejado de tener. Y hay otras teorías conspirativas, relacionadas sobre todo con el desempeño poco ético de algunas empresas, que dejaron de serlo con estudios científicos serios e independientes.

Una de las series más seguidas durante mucho tiempo trata de una conspiración. Homeland maneja la idea, no del todo descabellada desde un punto de vista teórico (por eso es tan atractiva) de que un soldado norteamericano secuestrado por un grupo terrorista islámico, haya abrazado las tesis de sus captores y esté urdiendo traiciones contra su propio país, incluso hasta la posibilidad de realizar atentados, desde su ganado puesto de senador.

Quizás un psicólogo tenga argumentos de sobra para desacreditar la serie. A lo mejor es excesivamente largo y poco creíble el síndrome de Estocolmo del soldado, pero si aceptamos la convención inicial del argumento, podemos disfrutar durante toda la primera temporada de la razonable y bien esgrimida ambigüedad de la serie, sobre la base de que la conversión de este soldado pueda ser real o una teoría conspirativa.

Lo que me gusta, más que nada, lo que me atrapa más allá de mi renuencia a creerme la realidad de la serie, es la lucha de Carrie, una analista del FBI, interpretada con solvencia por Claire Danes –que ya nos deslumbró cuando se puso en la piel de Temple Grandin–, para intentar demostrar que tiene razón sobre este soldado que se ha convertido al islamismo y que nadie en todos los servicios de inteligencia de todo el país se cree.

En un conflicto de ficción, que a fin de cuentas no es más que una extensión e imitación de la vida misma, no siempre hay lucha o guerra entre dos bandos. En este caso concreto el gran conflicto es en el interior de la propia Carrie, la lucha de esta mujer por demostrar su argumento. Y esto tiene su importancia.

En la vida diaria lidiamos constantemente con decisiones. Desde si tomar café o chocolate, o comer pan o dulces en el desayuno, hasta terminar un trabajo importante en la oficina o dejarlo para el día siguiente; o decidir si esta persona es más adecuada como pareja para mí que la otra. Normalmente estas decisiones se resuelven muy rápido y sin grandes conflictos interiores, pero algunas nos cuestan días, meses o años disiparlas.

Un conflicto tonto y superficial en la vida diaria se vuelve interesante para la ficción por la intensidad con que se enfrenta. Aprobar un examen no es cuestión de vida o muerte, siempre hay segundas opciones y hasta cambios de vida si se nos resiste. Pero si alguien se empecina en algo, deja de dormir por estrés, toma pastillas para dormir y luego toma otras contra el insomnio, trata mal a su familia y descuida su apariencia personal, su pequeño conflicto se vuelve obsesión y la obsesión le hace ir más allá de lo razonable.

Esto es, en parte, lo que atrae de Carrie y de Homeland. Esta analista se deja dominar obsesivamente con su convicción (para ella lo es) y trata tanto de demostrarlo a sus colegas que su lucha deja de ser razonable y comienza a tomar decisiones absurdas para solucionarlo.

De otra manera me recuerda la magnífica película Cisne Negro, aunque en aquella la obsesión era por la perfección de un arte, por hacer que la belleza del ballet fuera tan importante que no existiesen barreras hasta el mismo asesinato para lograrlo.

Para los impacientes, en la segunda temporada de Homeland existe una solución a esta obsesión de Carrie, no digo si positiva o negativa, pero existe. Por algún motivo me metí tanto en la piel de este personaje que sentí un cambio de mi ritmo emocional cuando llegué a ese momento. Ya en la conclusión de la primera temporada creíamos que era imposible reflotar a Carrie, que tendrían que buscar otro personaje porque ese ya estaba agotado y vencido por su testarudez.

Pero la maestría de los guionistas nos ha demostrado que lo importante de la ficción no es tomar decisiones arriesgadas rayanas con lo increíble, sino argumentarlas de manera eficaz, para que como espectador no pongamos en duda la verosimilitud del conflicto.

Homeland tiene esos atractivos: el cuestionamiento de la realidad a través de una imaginación casi absurda, pero verosímil, con la magnífica caracterización e interpretación de sus personajes que los acerca a la realidad más creíble. Cuando disfrutaba la serie me preguntaba cuándo iban a joderla. Si ya la has visto, conoces la respuesta. Si no, adelante con ella. Merece la pena el viaje.

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