En un capítulo de la serie House M. D., un matrimonio con un bebé que tiene una enfermedad pasajera le dicen al peculiar médico Gregory House que ellos no le dan a su hijo ningún producto que no sea natural, vegetal o sin grasas, tampoco le dan medicinas fabricadas industrialmente. El argumento es que ellos no contribuyen al enriquecimiento de las grandes empresas farmacéuticas ni las grandes transnacionales.
Por desgracia no es una ficción imaginada por un guionista. Es creciente la idea de que las medicinas, y en especial las vacunas preventivas, no son necesarias. Que son una forma malévola de algunos poderes dignos del Club Bilderberg de crearnos otras enfermedades para someternos a su creciente poder económico.
Por algún motivo me vino a la cabeza Jaro, un niño, que no tiene acceso a esas vacunas ni productos industriales. Jaro vive en su aldea senegalesa. En una tribu atacada por otras etnias que consideran a Jaro y su familia seres inferiores; una tribu atacada por la maldición de vivir en un país donde los políticos viven de su aura mística de inmortales para someter a su pueblo supersticioso.
Jaro no conoce Internet, no tiene PlayStation ni juguetes, ni siquiera ha ido a la escuela. Sus padres no saben de democracia, ni poderes públicos, ni debates de la opinión pública. Pero si alguien les preguntara si quieren que su hijo lleve la triple vírica para evitar enfermedades no dudarían un segundo en decir que sí. Para ellos los debates del primer mundo donde una vacuna es motivo de conspiración de poderes ocultos que revelan o esconden nuevos descubrimientos en función de sus intereses, es un motivo de una mala actuación de medianoche de algún gurú.
Desde aquí, desde nuestras butacas de privilegiados telespectadores con varias ventanas al mundo, nos damos el privilegio de rechazar lo que para otros es necesidad. Nos acomodamos en nuestra sala de cine, miramos tres consignas que confirman nuestras sospechas sobre la teoría de la conspiración que más se acomode a nuestra forma de pensar y la repetimos como loros, sin siquiera contrastar informaciones contrarias.
Lo peor es cuando gente que está al día, estudiosos que no deben nada a ninguna transnacional, como Amós García Rojas, epidemiólogo, nos recuerda que en el año 2004 sólo había dos casos de sarampión en España, cuando en junio de 2011 se confirmaron 1300 casos, y la culpa no es de madres del tercer mundo que vienen con el virus a emponzoñarnos, sino de nuestra propia indolencia de creernos la primera mentira anticapitalista que cualquiera nos cuenta.
El mismo García Rojas nos pone un ejemplo para que comparemos. El impacto que ha tenido la vacunación en el mejoramiento de la vida del ser humano y su salud es igual a la introducción al agua potable en nuestras vidas. Es decir cuando dejamos de beber de los ríos y los charcos acumulados en nuestras ciudades y campos.
Jaro y sus padres no lo saben, pero si lo supieran nos recordarían que las farmacéuticas no son un ente unido y maléfico, sino una suma de las partes que la forman. Es una empresa que investiga y fabrica medicamentos donde trabajan muchas personas a las cuáles es imposible controlar por separado.
Piensa un segundo y dime cuánto dinero ganarías si le vendes una idea nueva a un competidor para que la saque él porque el lugar donde tú trabajas no la quiere hacer pública. Los que repiten esta mentira de las conspiraciones para crear dependientes de los verdaderos poderes del mundo, nunca alcanzan a ponerse en la piel de quien esté dentro de uno de esos entes maléficos de los que ellos hablan.
Me sorprende. Si la CIA, el pentágono y toda la maquinaria de poder que tiene Estados Unidos no pudieron esconder las torturas de algunas de las partes que las componen, ¿qué extraño poder les confieren algunos a las farmacéuticas que sí tendrían estos recursos de ocultación y manipulación? ¿Qué extraña dicotomía nos puede hacer pensar que las farmacéuticas tienen mejor forma de guardar los secretos que toda la maquinaria de un ejército poderoso y con tantos medios como el americano?
Esta mala tendencia de no vacunar a nuestros hijos y culpar a las farmacéuticas de las peores enfermedades que nos aquejan se basan en estudios dudosos y hasta falsos que circulan por la red. Los llamados Hoaxes de los cuáles ya di buena cuenta en su momento en el artículo Bulos, exageraciones y Hoaxes.
Negar los beneficios de las vacunas y de los fármacos en el mejoramiento de nuestras vidas es solo entendible “desde las fronteras de la intolerancia y de la memez acientífica”, según recuerda García Rojas. Con hechos concretos, como que han disminuido las enfermedades provocadas por los virus que las provocan allí donde se vacuna, se deja sin argumentos a quienes repiten estos bulos.
La realidad, la única verdad de todo esto es que en muchos países del primer mundo, donde lo cuestionamos todo –hasta lo que ya está demostrado por la práctica, como único criterio valorativo de la verdad– a veces hasta convertirlo en moda, han aumentado enfermedades que antes estaban casi erradicadas.
Al final, por negarnos a engordar los bolsillos de las empresas farmacéuticas, estamos engordando otro negocio, el que Gregory House le recuerda a los padres del niño que curaba: el de los fabricantes de ataúdes para bebés. Pero esto, probablemente Jaro no llegue a saberlo, porque nunca llegará a adulto. No tiene, ni tendrá, las vacunas necesarias. Su gobierno se gasta el dinero en otras cosas mientras nosotros seguimos culpando a los que investigan para descubrirlas.