La creatividad tiene misterios insondables. Ya sea una novela, una pieza de teatro, una sinfonía, incluso una empresa, una silla, hasta un gadget tecnológico; sentarse a parir una idea viene a veces acompañado de una oscura fuerza interior que te gobierna sin que sepas exactamente cómo lo hace.
Fue entre 2008 y 2009; no recuerdo exactamente, me asaltó una idea largamente meditada que casi me obligaba a escribir una novela. Esbocé un plan, puse negro sobre blanco las primeras páginas y avancé algo sobre este proyecto. Recuerdo haber hecho anotaciones que iban a ser el centro de la novela, le puse un título provisional: Una gota de agua sobre la roca. Eran como pautas importantes que no podía olvidar porque darían sentido a esa maldita idea de no me dejaba en paz en aquel momento.
Por algún motivo lo dejé. Quizá no le vi futuro o me vi obligado a meterme en otra cosa, ¿quién sabe? Esto de escribir tiene a veces estas maldiciones que no se pueden explicar. Lo cierto es que me convencí de la imposibilidad de terminar la novela.
Dos o tres años más tarde (marzo o abril de 2011) la idea me vuelve a acuchillar. No salió de la nada. Vino tras la lectura de un libro sobre creatividad, me agarró por detrás y me puso el cuchillo creativo en el cuello para obligarme a hacer horas/nalgas y sacarla de dentro.
Le pedí permiso:
-Oye, déjame al menos buscar las notas que escribí hace años para saber qué hacer.
Me dio permiso por unos momentos pero las anotaciones no aparecieron, así que hice lo que sé hacer: sentarme y tratar de arreglar el lío como pudiera. Hice nuevas anotaciones, inventé nuevas situaciones y empecé a escribir como en trance, con una especie de demonio susurrándome en la oreja, como si no hubiera nada más importante que expulsar aquella excitación de adentro.
Varias semanas más tarde, buscando otra cosa, encuentro las anotaciones que más de dos años atrás había hecho sobre ese mismo proyecto. Ya la novela estaba más que avanzada, de hecho estuvo lista menos de dos meses más tarde. Ya no me servían las anotaciones, pero me quedé de una pieza mientras leía aquellas ideas previas regresadas como del purgatorio.
Lo que hacía años había previsto, lo que tiempo atrás había anotado como proyecto, lo que había dejado por escrito que debía hacer para sacar adelante aquella idea obsesiva fue exactamente lo que hice cuando comencé por segunda vez, piedra sobre piedra, paso sobre paso, calcado como aquel Menard que nos mostró Borges que se obsesionó con escribir El Quijote otra vez. Y, repito, todo sin haber mirado de nuevo aquellas pautas que dos años atrás me habían obsesionado.
Una de las mejores reflexiones sobre la creatividad la escuché a Elizabeth Gilbert en las TED Talks. La idea de que el escritor es un ser maldito que se levanta por la mañana con Whisky o Ginebra mientras intenta hacer algo útil en la vida antes de suicidarse en un estado comatoso depresivo, es algo del pasado. O no tanto.
La literatura, o el arte en general, tiene esa especie de maldición infernal que se lleva por delante a muchos creadores. Por desgracia, el entorno en que se mueve un creador es fuente para esa depresión porque, si bien la creación artística tiene un cierto halo de misterio atractivo para los que no lo ejercen, a la vez es bien conocido que no es un trabajo bien remunerado más que para unos pocos. Desde que decides dedicarte a escribir está el familiar o el amigo que te quiere y que advierte que deberías buscarte “un trabajo normal”, como si esto de llenar una hoja de palabras intentando que tengan algún sentido para el resto de la gente fuera algo del más allá.
Pero a lo mejor sí lo es. A mí, como a Gilberth, me falta talento, no tengo ningún Dios, ni musa ni genio que me sople ideas para nuevos textos; aunque a veces no estoy seguro de esto. Si algo de talento puedo tener ha sido porque trabajo como una hormiga, (ella una mula) porque me levanto en las mañanas a las seis, y luego de cubrir algunas necesidades mínimas, me siento frente a una hoja en blanco a soltar mis temores, aprensiones y tristezas, mientras el resto de mundo descansa en paz con su vida o sale a ganarse el pan o acaricia felizmente a sus hijos o a su pareja.
Escribir una novela, un ensayo, un libro de cuentos cortos, algunas reflexiones sobre lo que veo o leo, éste mismo artículo, me cuesta un mundo. Soy torpe, vago, cualquier excusa (sea Facebook, mi correo o chatear con un amigo) me sirve para no perder el tiempo aquí haciendo algo que parece nada. Me siento como escalando una montaña en la soledad de un cuarto vacío.
A veces creo que estoy sólo frente al mundo, frente a aquellos que creen que pierdo el tiempo escribiendo en lugar de usar lo que he aprendido en lo que sea que Dios me permita; pero que lo use en algo útil y no esta maldita idea de llenar hojas para uno mismo con la esperanza de que un día alguien se apropie de ellas y las haga suyas también.
Gilberth se pregunta en su charla:
“¿Es racional, es acaso lógico que se espere que uno tenga miedo para el trabajo que siente que fue puesto aquí en la tierra?”
No creo que haya que tener miedo de ello. Pero reconozco que a veces lo he sentido. A veces pienso que un Gin por la mañana no estaría mal si me saca algunos miedos, a veces imagino que unos sesos levantados de un balazo o una ingesta voluntaria de barbitúricos pueden ser soluciones para vidas que necesitan un Gin por las mañanas.
Por eso Gilberth dice que es necesario crearse una distancia entre este vicio y la realidad, algo entre esta cosa de escribir para nadie y la ansiedad por hacer algo que quizás nunca tenga un mínimo de reconocimiento público, algo que nos haga olvidar, por momentos, que la vida puede doler y nos haga recordar que también da placer, algo que nos haga existir sin estar pendiente de ese temor a este oficio que mata genios como Hemingway o Maupassant, y destroza mulas como yo, o la propia Gilberth.
Ella reconoce haberlo encontrado en la idea de que sus textos no son suyos, sino de algo mágico que se los dicta desde algún sitio inexplicado, alguna especie de gnomo invisible con el que dialoga para obligarlo a trabajar junto a ella.
Es difícil, es incomprensible e inexplicable cómo te reconcilias con la ansiedad que produce la literatura, con la desesperación de crear algo que hoy te parece único, original y prodigioso, algo que el resto del mundo va a reconocer alguna vez, y que al día siguiente te parece el peor de los textos que se haya escrito en la historia de la literatura. ¿Cómo lidiar con eso?
Yo creo haber encontrado la solución en la creación misma. En saber que hay mucho de psicología positiva en el hecho de llenar hojas, por más que me mienta diciendo que son sólo para mí, en saber que no hay casi nada que me haga más feliz que seguir trabajando, seguir intentándolo, seguir soltando mis puntos oscuros en la hoja en blanco. Porque mientras espero que pase algo inesperado y bello, me divierto haciéndolo.
Trabajo cada día llenando cuartillas por más que alrededor persistan voces que invitan a dejar de hacerlo. Quizás por eso salió una novela –casi palabra por palabra– de un proyecto que había empezado años atrás, y que no se apartó un milímetro de la idea original aunque no hubiese encontrado el plan inicial cuando comencé por segunda vez. Mira qué cosa, al final parece que la creatividad sí tiene algo de mágico.