La vida es una gran cabrona, pero la literatura puede

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blankLa vida. Te tomas un respiro y te arranca un trozo de un zarpazo, y además, avisa, te cuelga un anuncio en la solapa para que sepas que te va a meter un mordisco doloroso y luego te lanza un sablazo que no arranca el brazo ni la pierna, deja piel y duele como mil alfileres.

Te permite, por ejemplo, ver un lápiz curioso, que te llamen la atención sobre él, te hace sorprenderte y recordar que un amigo los colecciona. Tiene más de 2000 lápices recogidos a lo largo de su vida. Bueno, está lejos, te dices, cuando vaya a Cuba tendré tiempo de comprarlo. Y justo unas horas más tarde la cabrona te arranca a tu amigo. Te deja sin aliento, ¡Pero si ayer mismo pensaba en él!, le dices a otro amigo.

Y parece un lugar común que siempre digamos que tenías presente a quien muere, pero es que a Orlando lo tenía presente, por más que sea otro lugar común.

¡Cabrona la vida!

Recuerdo a Orlando como el tipo sin enemigos, aquel que estaba abriendo una puerta cuando otros la cerraban, que te extendía un escudo cuando otros te clavaban un cuchillo, era el que estaba por encima de las mil bajezas y puntos oscuros de la mierdecilla pueblerina del mundo literario de mi tierra.blank

Se va y me deja con la desazón de que nuestro proyecto se queda a medias, nuestro libro escrito como proyecto en común y con el cual estábamos intentando romper las barreras de nuestra provincia literaria hacia el exilio, se va quedar para otro mundo diferente. Y él seguía creyendo en ello y yo estaba empapado de su entusiasmo, por más que su último correo me dejó con muchas interrogantes «el correo te rebotó porque mi cuenta de siempre aún no me la han restaurado, es una historia larga de contar que por acá no puedo, pero que está ligada a las mezquindades humanas».

Orlando. Siempre por encima de las mezquindades humanas.

Busco en mi biblioteca y veo su novela, La hora de los peces tontos. Ahí está su dedicatoria: «Hector: Amigo, la distancia es poca cosa cuando la Amistad vale (…) No pierdas nunca la Fe en la Literatura. Ella puede». Ese era Orlando, escribiendo Amistad, Fe y Literatura con mayúsculas en medio de la frase. La hora de los peces tontos. La pienso releer. Y lamento que tan metido en mi mundo, tan ensimismado buscando que mis textos sean una luz, me olvide que sus textos ya lo eran.

He aceptado con gallardía que la muerte es un hecho inherente a la vida, y soy un ser casi impasible ante ella. No me verán llorar, no me verán desgarrarme las ropas ni lamentarme por lo bajo, pero algunas muertes duelen.

Me duelen muchas muertes, y esta es una de ellas. Recordaré siempre al amigo que jamás cerró sus puertas cuando hacía falta y que mantuvo su amistad cuando los vientos políticos me pusieron cola de pincho y cuernos, atributos que aún mantengo para algunos.

En estos momentos me gustaría tener fe, me gustaría poder creer que algún día podré verlo en el paraíso (porque este se lo tiene ganado) y nos reiremos de las mierdecillas del mundo cultural de nuestra tierra y recordaremos los buenos momentos –literarios y no literarios– compartidos en nuestra vida pasada. Luego le diré adiós en mi camino al infierno dejándolo a él haciendo un mejor paraíso. Porque la literatura puede.

 

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