Una ciudad (La Habana) expulsa a sus hijos, un conflicto los divide, quiebra sus simpatías; otra ciudad (Miami) los recibe, les abre opciones, encuentran en ésta aquello que les negaba su tierra, mas, no hay felicidad. No es posible mientras en medio todo un pueblo sufre. La geografía no importa aquí, sean palestinos, cubanos o africanos, un sentimiento común los une a pesar de las distancias, lenguas y culturas: el exilio.
Esta dicotomía es centro de la novela La silla turca de Carmen Díaz (Nos y Otros editores, Madrid, 2003). La autora desgrana en esta novela todo el dolor y la pérdida que se impone el exiliado. Antes, claro, las razones de su exilio; un claro enfrentamiento no deseado con las estructuras del poder. Enfrentamiento que ni siquiera ha pretendido Teresa, la protagonista. Su crimen es el amor. Pero el amor no es por sí sólo un crimen -aunque ciertamente puede serlo- si no hay condiciones que lo proscriben. Teresa vive con una certidumbre: ama y esa es su única verdad, ama a quien le ha correspondido, a quien le demuestra una certeza recíproca, alguien que como ella, no tiene miedo en levantar una copa a favor de Afrodita -Oshún en este caso. Y su otro yo es Adriana, el sosiego allí donde se insta constantemente a la violencia, su concordia donde se rinde culto a la guerra, donde es peligroso entregarse a quien usa la misma ropa, a quien tiene los mismos atributos y porta el mismo sexo. Adriana –casi Ariadna– es quien le ofrece el hilo que la puede ayudar a salvarse del laberinto del rey-tirano Minos –o del comandante Fidel Castro, que no es muy diferente.
En un lenguaje sencillo y conmovedor, muy cercano al del cubano de pueblo, asistimos a los avatares de este amor profundo y quebrado, de la lucha por mantener aquello que se decide como bueno, en medio de un ambiente impropio, de un sistema de valores establecido por un grupo que dirige, orienta y castiga. Este grupo no decide el nacimiento de las personas, pero sí condiciona su desarrollo y su futuro. Se es persona siempre que no se quebranten las normas que separan a los limpios de los impuros, a los revolucionarios de los contrarrevolucionarios, patriotas de antipatriotas. Normas que van desde callar lo que se piensa, hasta defender sin reservas este sistema de valores impuesto, en el cual las decisiones individuales existen en la medida en que estén condicionadas por el grupo. Ser de Lesbos es pues aquí ser sospechoso, delito contra natura, se pierde la limpieza, el honor y como consecución, se pierde la profesión porque “estás poniendo en riesgo el prestigio de nuestra organización”.
Así La Habana se convierte en problema y Miami en salvación; dos ciudades que encierran el conflicto de miles de historias como las de Teresa y Adriana. Podrían ser miles de ciudades, pero Carmen Díaz nos propone éstas. Y lo hace sin grandes pretensiones lingüísticas o estilísticas. Porque lo importante es enseñar cómo se puede encontrar la salvación en el laberinto. Pero esta salvación encierra peligros, otros dolores y sacrificios. Sólo una tozudez desmedida y una resistencia a prueba de sufrimientos permiten saltar las barreras que impiden la salvación. Aunque al final para muchos en el mundo, y por desgracia, el exilio sigue siendo eso: salvación.
Por desgracia para la mayoría, tenemos de fondo el gran egoísmo del ser humano que se encuentra como base de tantas y tantas vidas rotas por una parte y repuestas por otra si cabe.