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No desvelo secretos cuando digo que el cine es un arte aglutinador. Nos gusta a casi todos y de muchas maneras diferentes. Es un terreno donde dos personas que nada tenemos que ver en gustos podemos coincidir sobre una apreciación artística. Bien, pasa en otras artes, pero mucho menos, en literatura es casi rareza.
Debo reconocer que tengo una debilidad por Woody Allen. Entiendo el rechazo de los que lo odian, porque yo mismo, mientras veo cada nuevo estreno de este director, me muevo incómodo en la butaca pensando para quién rayos hace cine este loco con gafas.
Me rendí ante Medianoche en París, siempre postergada por las mismas razones de no estar seguro de que me gustaría, pero debo decir que fue una experiencia interesante. Como casi todo el cine de Allen, me sentí extraño en los primeros veinte minutos, intentando descifrar por qué todos los personajes hablan igual, por qué las caracterizaciones se semejan, si no era mejor un elenco más adecuado… ¡Paparruchas, tonterías!, me dije al rato en un tono que no es mío: ¡es Woody Allen, y punto!
Y sí, es el cine de Allen, personal, incómodo a veces, aunque llamativo; cargado de situaciones que afectan a pocos (al menos de la forma que las presenta) pero muy certeras en su argumento. A veces queremos matar a un personaje por hacer lo que hace, y hasta dudamos que tenga algo de sensatez racional, y luego comprendemos que la vida es así, que los seres humanos somos contradictorios, que los más racionales somos a veces muy estúpidos, y los muy estúpidos podemos dar con la clave que las más racionales mentes son incapaces de resolver.
Quizás es esto lo que desvela lo mejor de esta película, el guionista que la protagoniza es un tipo con sueños que escapan a su mundo, quiere dejar de hacer los sosos guiones que, al parecer, se ve obligado a escribir para la industria del Hollywood actual. Su sueño es ser un escritor de éxito, y su época dorada, donde mejor se hacía arte, son los años 20, los magníficos de la Generación Perdida en París con Gertrude Stein a la cabeza.
Por un retruécano temporal logra viajar a esa época, convivir con Dalí, Hemingway, Picasso, Fitzgerald, conoce a Stein, que lee una de sus novelas, y encuentra el amor verdadero. Finalmente, su sueño se hace realidad, en la noche parisina del siglo XXI, de callejuelas de un barrio que parece ser el latino, ha logrado encontrar, por un truco fantástico que no conocemos, la época del pasado que lo hace verdaderamente feliz.
Pero no tarda en comprender que (como decía aquel de apellido de la Barca) la vida es sueño. Que es todo un espejismo, porque su incomodidad contra el mundo y su época es apenas un tedio universal. Vislumbra sin grandes consecuencias que todas las épocas son incómodas, y que los años ‘20 parisinos, la Belle Epoque o el Renacimiento no son más que parte de la felicidad que siempre estamos buscando, aquella ciudad que nos recuerda Kavafis, que siempre arrastraremos con nosotros, por más que la dejemos detrás.
–Si te quedas aquí –le dice Gil a su amor de los años 20–, y esto se convierte en tu presente, pronto empezarás a pensar que otra época fue tu edad de oro. Eso es el presente, es así. Es insatisfactorio, porque la vida es algo insatisfactorio.
Sólo por esto vale rescatar Medianoche en París, por hacernos recordar que las quimeras tienen fronteras, que los sueños pueden ser posibles sin viajar en el tiempo y que la vida tiene cosas, pequeñas, simples, pero maravillosas que están a nuestro alcance, sólo hay que aprender a estirar la mano para cogerlas. Abrir la mente para lograrlas.