Hay miles de libros, documentales y tratados de todo tipo que intentan descifrar los entresijos de la felicidad. Desde los clásicos de Séneca hasta el último libro de autoayuda, podemos pasar la vida entera consumiendo teorías sobre cómo y por qué los seres humanos gastamos tantas energías en la búsqueda de la felicidad.
Tenemos tantas hipótesis como autores lo abordan: el bienestar, el dinero, el consumo, la tolerancia, ayudar a los demás, trabajar por lo que queremos o sencillamente, alcanzarlo, la austeridad, vivir en la abundancia, el amor, el sexo, vivir enajenado por el alcohol o las drogas, alcanzar a Dios; y la lista puede seguir creciendo tanto como personas existen en el mundo.
El filme Nebraska, de Alexander Payne, nos propone –o mejor, nos recuerda– una teoría: la recuperación de la dignidad perdida.
Con el escenario de fondo de la llamada América profunda, un pueblo pequeño y agreste donde ganar un billete de lotería es noticia para el diario local, la historia nos lleva de la mano de una familia en un viaje de redescubrimiento; la vuelta a los orígenes, o cuando menos, el cotejo del camino recorrido con esos orígenes.
La obsesión de Woody (actuación de magisterio de Bruce Dern), un anciano que cree haber ganado un millón de dólares en una lotería, por llegar a la ciudad donde quiere cobrarlo, y el trabajo infructuoso de su familia, por hacerlo desistir del empeño, crean un contrapunto argumental que no olvidarán los amantes del cine de alta calidad estética.
Nebraska es de esas películas que los que amamos el buen cine estamos siempre agradecidos. A veces es necesario que un director se atreva a dejar los efectos especiales y la acción física para retomar el mejor cine de actuación y dejarnos este humor sutil, fuertemente inteligente, actuaciones convincentes y sin oropeles, un guion sencillo pero directo y eficaz, y una sorprendente economía de recursos.
Si me dieran escoger una moraleja aprendida de la película Nebraska sería que es muy sencillo lograr hacer felices a las personas que queremos. A veces nos perdemos en demasiadas reflexiones, en interminables esfuerzos para lograr aquello que deseamos cuando quizás lo elemental de lo que nos rodea tiene la llave para hacernos felices. Y sobre todo, que los demás lo sepan.
Tengo una crítica que hacer a este magnífico filme, por no perder la costumbre de refunfuñar con las cosas que me gustan. Por más que vuelvo a verla, por más que paso fotograma a fotograma cada momento de la película, no alcanzo a comprender el objetivo de filmarla en blanco y negro. Supongo que la intencionalidad de filmar un ambiente opresivo, si ese era el objetivo, se me escapa.
Si existiera la justicia poética, Nebraska sería una película aclamada en todos los festivales y ganadora del Oscar a la mejor película, pero como no existe tal cosa, pasará sin penas ni glorias, dejando su magnífica estela de buen cine a los que nos gusta la emoción más allá de las persecuciones de coches o los efectos especiales. Y que seguramente, volveremos a verla, por aquello de recordarnos que la felicidad es a veces tan simple como decirle a los otros que se jodan de envidia, aunque sólo tengamos un camión nuevo.