«Arrancad la esperanza del corazón del hombre y haréis de él un animal de presa.» (Marie Louise de la Ramée)
Siempre he sostenido que no puedo creer por fe. Pocas cosas existen que me hagan más inmune que la creencia de que algo existe o está sólo porque una vocecita extraña lo asevera sin que me dé pruebas de ello, y por mucho que haya argumentos que me puedan hacer desistir de esa idea.
Para creer en algo debo verlo, palparlo, sentirlo, que alguien de confianza me haya dicho que vio la tierra desde el espacio para asegurarme que era redonda o hizo pruebas para confirmarlo, o que ese alguien haya pasado años de estudio para convencerme de que estoy hecho de células, que tengo un cerebro formado de neuronas que aprenden y que me parezco a mis padres por la información escrita en mi mapa genético.
Y una duda me asalta. Resulta que nunca he podido probar por mi cuenta que la tierra es redonda y sin embargo creo en ello porque alguien me dijo que eso era cierto. Tampoco veo mis células o mi ADN, pero también tengo la certeza de que existe porque algunos me lo han dicho hasta convencerme.
Bien es verdad que me han dado algunas pruebas de ello, pero aún así no he podido ver la tierra más que en fotos, y los análisis empíricos que puedo hacer por mi cuenta pueden ser erróneos. Y sin embargo, nada me hará desistir de la curvatura de la tierra.
Y me sorprendo, ¿por qué cada mañana me levanto haga frío o calor, y me siento frente a una hoja (o pantalla) en blanco y sigo escribiendo para alguien que no veo y no sé si existe y si no sé en realidad si alguna vez leerá mis textos?
No tengo la más mínima certeza de que llegaré a publicar mis novelas, mis otros libros de ensayo, de investigación, de experiencias personales, ni tengo certeza de que las leerá nadie alguna vez; y ahí sigo, pariendo ideas cada mañana con la seguridad de que eso va a suceder; y no me queda la más mínima duda de que eso sucederá.
Estoy seguro de que publicaré algunos más de mis libros, como lo estuve antes de que publicaría la primera novela y de que publicaría mi segundo libro, y de que me iría de Cuba a buscarme la vida en otros sitios sin tener medios ni certeza de que sucedería. Y cuando dije que tendría trabajo aún en medio de la crisis sólo con que me lo propusiera. ¿No sería esto fe?
La Academia Española reconoce la fe, en dos de sus acepciones, como la confianza, buen concepto que se tiene de alguien o de algo y creencia que se da a algo por la autoridad de quien lo dice o por la fama pública.
Pues no me queda otra que reconocer que sí tengo fe, que sí soy religioso, aún cuando no crea en un Dios ni practico un dogma. Tengo fe en mi esfuerzo, en mi capacidad de trabajo diario que podría atraer un talento que no tengo, pero debo alcanzar de alguna manera.
Escribo con disciplina de monje, leo novelas y ensayos con la religiosidad de quien lo hace frente al Nuevo Testamento. Y lo hago porque tengo fe –aunque me empeño en hablar de seguridad– en que alguna vez serán publicados y leídos por alguien, de que esa religión me abre puertas y el alma ante el ser humano y ante mi propia vida.
La literatura me enseña mis defectos, mis virtudes, y los de los demás; me provoca sensaciones que ninguna otra creación humana –excepto quizás, algunas películas– me transmite.
Y lo más inexplicable es que aún sin la certeza de un futuro viviendo de mis textos, sin la certeza de que mis novelas harán llorar y reír a muchas personas que las busquen, vivo en mi interior con la absoluta seguridad de que eso sucederá.
Recuerdo a Einstein en la carta que le envió a su amigo, el matemático y físico Max Born, el 7 de noviembre de 1944:
“Usted cree en un Dios que juega a los dados, y yo, en la ley y el orden absolutos en un mundo que existe objetivamente, y el cual, de forma insensatamente especulativa, estoy tratando de comprender (…). Ni siquiera el gran éxito inicial de la teoría cuántica me hace creer en un juego de dados fundamental, aunque soy consciente de que sus jóvenes colegas interpretan esto como un síntoma de debilidad.”
Einstein se negaba a creer en un juego de azar desde una divinidad que todo lo zarandeaba. Yo creo que los dados son para otros. Prefiero creer en una partida de ajedrez, donde tengo la capacidad para cambiar el final de la historia.