Tatiana y Harry Potter

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Las peculiares características de la formación de los escritores cubanos que viven en la isla marcan tanto que cuesta identificar lo diferente. Sé que esto va cambiando poco a poco, y el futuro ampliará lo que ya el presente está cambiando, pero entonces, a la mayoría de los escritores que conocía, y que triunfaban, los podías admirar como arquitectos, pero escasamente te ibas a deleitar con el edificio que construían. Sin percatarme estaba aprendiendo también a amar las herramientas, y no la obra terminada.

Me di cuenta que mucho de lo que había aprendido lo asumía como objetivo y no como lo que era en realidad: materiales para edificar. Pensemos en un delicioso plato de cocina, hecho de múltiples ingredientes que nada tienen que ver entre sí: en algún momento, las escuelas de escritura producen una receta, apetitosa si atrapas ciertos trucos, pero muchas veces pueden conseguir un plato que se cuece sin ingredientes originales, quizás comestible, pero no embriaga al paladar.

La literatura cubana que yo leí entonces, en su mayoría, era como ese plato: llenaba el estómago, pero apenas me producía placer. La gran ambición de los escritores cubanos que leía parecía ir más destinada a construir la gran novela, algo estéticamente impecable y puro de la literatura universal, epatar con el lenguaje y estructuras complejas y, quizás, originales, pero habían extraviado el camino en algo fundamental, habían olvidado algo esencial de una historia: entretener; y no parecían pretender guiarse con esa brújula.

A esa conclusión no llegué por casualidad. Hurgo en mis recuerdos y quizás, parte de la culpa de dicha reflexión –o la culpa completa– la tuvo Tatiana de la Tierra, una amiga colombiana que vivía en Nueva York a la que conocí por casualidad en las calles de Pinar del Río.

Lesbiana, contestataria, artista completa que lo mismo hacía un cuento que un poema rimado y que leía en alta voz como si cantara; su presencia fuerte, de cuerpo imponente, con sus opiniones determinantes y muy precisas, le daba un aire místico que a mí me desconcertaba a la vez que la admiraba. Me dio muchos consejos sobre mis textos, me hizo ser consciente de que lo imperfecto no siempre es malo, y que a veces una buena historia mal escrita era más salvable que un insípido texto técnicamente impecable y original. Una visión que yo no tenía entonces.

Tuve, además el honor, de haber sido corrector de Pajarito, regáleme una canción, uno de sus libros de poemas, que finalmente se publicó como Póstuma, regáleme una canción, y fui lector de galeradas de Píntame una mujer peligrosa, y quizás, aunque no recuerdo si lo hice antes o después de la publicación, de la edición bilingüe de For the Hard Ones : A lesbian Phenomenology, otros de sus libros “lesbianos”, como le gustaba recalcar; siempre polémicos, casi pornográficos, de una originalidad incuestionable.

Tatiana más tarde me visitó en Córdoba, España, donde compartimos más vida profesional, vinos, flamenquines, baños árabes, tablaos flamencos, espectáculos de danzas del vientre, lecturas, experiencias, anécdotas, recuerdos y decenas de otros placeres que podrían haber sido más en el futuro si un maldito cáncer no se la hubiera llevado de su vida terrenal en 2012.

Gracias a Tatiana, poco antes de partir a España desde Cuba, quizás un año o menos, conocí uno de esos libros plagado de estos “defectos técnicos”, pero sorprendente por la historia: Harry Potter y la piedra filosofal.

Tatiana no entendía por qué en Cuba apenas se hablaba de las novelas del pequeño aprendiz de mago inglés y lo trajo en su segundo viaje a la isla, tras haberla invitado a un evento literario donde ella era la principal atracción. El objetivo era que esos primeros cuatro tomos fueran incluidos en la biblioteca para que todos pudieran acceder a ellos.blank

Tuve la suerte de leer los cuatro tomos antes de que entraran al fondo bibliotecario y quedé sorprendido de la paradoja de que una historia tan bien contada y original, pero escrita con decenas de lugares comunes y errores evitables de redacción, pudiera triunfar en el mercado internacional.

Aunque no era mi objetivo profesional ni literario –tampoco lo es hoy en día–, me hizo reflexionar sobre la paradójica, y a ratos irracional, insistencia de los escritores cubanos de ser perfectos en estructura y composición técnica y escritural, cuando lo más interesante de la ficción, el entretenimiento, se estaba dejando de lado.

Aún no sabía por qué, dado que no me había percatado del motivo, pero sabía que algo no funcionaba. Tenía que desaprender lo aprendido; no por inútil, sino por repetitivo, y un viaje inesperado a España lo cambió todo.

Fragmento del libro: La biblioteca del disidente. Los libros que me hicieron rebelde.

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