Imagina que una cadena de fatídicos sucesos provoca que en el futuro más de la mitad de las mujeres pierdan su capacidad de procrear, imagina que debido a esos y otros infortunados eventos el gobierno donde vives es ocupado por una élite de totalitarios moralistas que crean una sociedad segmentada en estamentos con derechos sociales desiguales, donde los más bajos corresponden a la mujer.
Utopías, ucronías, distopías, tres términos que al final son parte de la misma idea: mundos inventados con gran imaginación y cierta dosis de fantasía para trasladarnos a un mundo diferente al que conocemos.
Por algún motivo leí mucha ciencia ficción en la adolescencia, ya no tanto, pero a cada rato algo nuevo me llega y vuelvo a revisitar este género y sus primos.
Una de las labores fundamentales de la ciencia ficción es enfrentarnos a nuestros propios miedos y defectos. Obviamente el entretenimiento es fundamental, pero los clásicos de la literatura futurista, aquellos que una y otra vez leemos y que cada generación recupera desde que empezó el universo creativo de la ficción, tienen algo de literatura-espejo, rebotarnos un reflejo probable de nuestras virtudes, pero, muy especial y, sobre todo, de nuestros defectos como especie.
Puede que muchos jamás se hayan interesado por diferenciar entre utopía, distopía o ucronía. No reviste excesiva dificultad. Cualquier mundo imaginado como felicidad y paz eterna para los hombres, sin problemas ni conflictos (La República de Platón) es una utopía; lo contrario, es decir, una sociedad donde impera el miedo, la sinrazón, y la alienación del individuo, sería una distopía (lean 1984, de Orwell o Un mundo feliz(Brave New World), de Huxley, y ya me dirán); y una ucronía es la fantasía basada en un presente como consecuencia de la variación de algún hecho del pasado que produce una realidad diferente (quizás paralela) a la que se ha vivido en la realidad, aquí no dejen de vivir la extraña realidad inventada por Phillip K. Dick en su novela El hombre del castillo (The Man in the High Castle) luego de que el eje franco alemán ganara la segunda guerra mundial.
Muchas veces estas tres categorías se mezclan, pero eso es para otro día. Quiero invitarte a una de esas realidades inventadas que ponen la piel de gallina, se llama El cuento de la criada(The Handmaid’s Tale) donde Margaret Atwood creó una sociedad llamada Gilead, una realidad distópica que he descrito en el inicio de este texto. La mujer ha perdido los derechos y ha quedado sólo como un objeto destinado a la natalidad, portadora de ovarios fértiles o, al contrario, esposa fiel y obediente mientras su marido viola, de forma legalmente impuesta, a otra mujer que sí puede tener hijos.
La novela ha sido adaptada en una serie televisiva que ha arrasado con los premios Emmy de 2017 y según he leído en las críticas, no es exactamente una adaptación fiel en hechos, pero sí en el espíritu de la obra original.
No he leído la novela de Atwood, así que poco puedo opinar sobre la adaptación televisiva; pero esta serie me va a llevar a navegar las páginas de la escritora canadiense. Es inevitable, sin embargo, mientras vemos la serie, una obligada reflexión a lo que somos, lo que tenemos y el valor que le damos a las cosas conseguidas.
Las nuevas generaciones (siempre ha pasado, así que no es una queja a la juventud de hoy) nace con derechos, avances y progresos que no sabe –o no le importa– lo que costó a sus ascendientes. Las diferentes progenies previas muchas veces tuvieron que conseguir algo por medio de renunciar a otros derechos o tuvieron que luchar por estos.
The Handmaid’s Tale nos lleva a pensar e inquietarnos por todo ello, en lo que damos por sentado porque siempre lo hemos tenido sin saber que muchos de nuestros padres y abuelos perdieron la vida, dejaron dinero y parte de su libertad para que lo tengamos; y lo que es peor que, si nos relajamos, podemos perderlo en un abrir y cerrar de ojos.
La inquietante sociedad hipermoralista y distópica que relata esta serie nos coloca frente a la tesitura de ciertos derechos que vamos perdiendo, por parte de líderes más o menos populistas y escaso argumento intelectual, que haciendo gala de una labia fácil y poco racional, tienen adeptos en grandes capas de la sociedad, que no cuestionan ni sus decisiones más polémicas.
Lo turbador es que no retrata un futuro del todo imposible, más bien cercano y posible. A veces no se necesita excesiva imaginación para hacernos pensar en lo mucho que perdemos, basta con hacer triunfar un poco, apenas un poco, alguna de las ideas y proyectos que hoy vemos como imposibles, para crear una sociedad prometida que no lo es en absoluto. La frontera entre una bella utopía y un futuro distópico es bastante sutil; tan solo que unos se crean un futuro de promesas que la razón impide y que los otros no hagamos nada.