Verdad-Mentira. Entre la torre Eiffel y Mauricio Colmenero

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mauricio colmeneroHace unas semanas el diario Le Monde publicó dos fotos (aunque se podría decir que era solo una preparada para causar efecto) de la torre Eiffel con una diferencia de 4 años para demostrar cómo la polución había aumentado sobre la capital francesa. Todos compramos el mensaje: el mundo se va al carajo con nuestra incapacidad para cuidar el planeta. Y sí, es verdad que estamos cada vez más sumidos en la contaminación, pero no vi mucha gente que hiciera un mínimo de reflexión sobre la evidente manipulación de la imagen.

Pongámonos en perspectiva, porque no quiero que se malinterprete lo que quiero decir y adonde quiero llegar. Es cierto, y eso no creo que lo niegue mucha gente, que tenemos más contaminación que hace doscientos años y que quizás hace cuatro; el tema sobre el que quiero llamar la atención es más sutil y menos evidente: cómo cualquier cosa, previa y adecuadamente envuelta para hacernos llegar un mensaje que nos guste, puede hacernos repetir durante decenios cualquier mentira.

A ver, cualquier meteorólogo de medio pelo sabe que la imagen de la contaminación sobre una ciudad depende de la llamadas «partículas en suspensión», y que estas cambian en función de factores tan diversos como la época del año, si hay más o menos personas en la ciudad en el momento de la medición, la cantidad de coches que circulan, pero también depende de hechos naturales como la composición del suelo, que haya más o menos viento, que haya llovido antes o después de la medición, o incluso la cercanía al mar de la ciudad.

No es cuestión de negar el hecho de la contaminación acumulada por años, sino la evidente manipulación de la imagen para hacernos llegar a una conclusión que no necesita muletas para ser asimilada. Es evidente que cualquier fotógrafo puede tomar una foto de París en 2010 ahogada en la polución de las partículas en suspensión, pero también se puede tomar otra en 2014 donde la capital de la moda reluce de luminosidad. No es el hecho de que no haya más o menos contaminación, es el hecho de que como ciudadanos, como personas, seamos tan fácilmente manipulables ante cualquier minucia.

La misma reflexión me llegó más tarde escuchando un debate radial sobre la forma en que el humor y los mensajes televisivos llegan a la gente. Se discutía sobre la posibilidad de que muchos tomaran como ciertas las absurdas afirmaciones xenófobas de personajes humorísticos como Mauricio Colmenero, de la serie española Aída e interpretado convincentemente por el actor Mariano Peña.

El debate me parecía absurdo, ¿quién va a tomarse en serio las barbaridades que dice Mauricio en una serie, que es por demás humorística? Mauricio es una caricatura –por cierto, muy obvia– de cierto tipo de español (por suerte en declive) facha, intolerante, xenófobo y misógino. ¿Cómo va nadie a creer sus elucubraciones extemporáneas y alucinadas sobre la vida española y mundial, cuando los propios guionistas le dan ese aire irracional al personaje? Colmenero es un personaje para reír, no para darle credibilidad como arquetipo.

Pero luego lo pensé mejor. Sí, habrá gente que cite a este personaje de ficción como fuente de autoridad como otros citan las novelas El código Da Vinci o Los pilares de la tierra como fuentes históricas. Todavía existe gente que blande como banderas argumentos peregrinos sobre hechos incontestables, como que el hombre sí llegó a la luna, que la gran muralla china no se puede ver desde el espacio y que Elvis Presley, Hitler o Michael Jackson murieron. Entonces a uno le queda la duda si como público, como seres humanos, no seremos muy crédulos con la leyenda urbana y poco exigentes con la verdad.

Ejemplos hay miles de cómo nos dejamos embaucar por las teorías más insólitas mientras dudamos de hechos que sólo se pueden negar desde el más absoluto oscurantismo.

En sucesiva consecución he visto volar noticias de que se había extinguido el rinoceronte (lo cual no es muy insólito dado nuestra capacidad como especie para dispararnos al pie, pero con una mínima verificación se descubre que no es verdad), que una empresa había logrado una artefacto para convertir el agua en vino, que otra compañía había creado una patineta voladora, como la de la saga fílmica Regreso al futuro, y recientemente en España, Jordi Évole, un presentador de la televisión, logró convencer a media España de una mentira histórica sobre el golpe de estado del 23 de febrero de 1981 con un documental impecable desde el punto de vista técnico y magistral en su argumentación. Y un hecho que algunos me recriminarán; dada nuestra natural y lógica aversión a los uniformes, siempre hablamos de «la policía reprimió con porras», pero rara vez de «los manifestantes atacaron con adoquines», lo cual sucede muy a menudo, incluso más de lo que nos gustaría reconocer.

¿Pero qué quieres, me dirán algunos, que nos creamos las mentiras de los gobiernos que son iguales de fantasiosas que estas que mencionas? Bueno, apunto a otra cosa.

Cualquier persona medianamente cultivada, sabe que debe estar alerta a todo lo que le circula en la llamada opinión pública. Todo debe ser cuestionado, venga de estados, gobiernos, medios de comunicación, empresas, comentario del vecino, confesión de nuestra amante o quien sea que le venga con una nueva. El poder, sea ejercido desde los gobiernos, el director de nuestra empresa o los deseos de tu pareja para mantenerte unido a ella, es turbio, sombrío y sigiloso; necesita personas crédulas y que apenas se cuestionen las cosas porque en la credulidad está la base de la manipulación, y en la manipulación está la base del sometimiento. Mi incertidumbre viene porque exista realmente esa persona medianamente cultivada para poder enfrentarse a la mentira que se esconde tras las medias verdades en un mundo donde fluye tanto la información, pero poco el cuestionamiento.

Hace unos pocos años la información que circulaba en la opinión pública lo hacía de forma vertical. La gente creía únicamente lo que salía en la radio, la prensa o la televisión; el boca a boca tenía una cierta limitación espacial porque afectaba a la gente en la medida en que podías ver al que comunicabas lo que creías. Para enterarse de que había comenzado una guerra, dependiendo del momento y lugar donde estuvieras podían pasar días, semanas y hasta meses.

Actualmente, con la llegada de Internet y el arribo masivo a las redes sociales, la circulación informativa viaja además en horizontal, a velocidades insospechadas y con una casi nula comprobación de su veracidad. La regla deontológica del periodismo de contrastar al menos con dos fuentes la información, ha quedado supeditada a la necesidad de la inmediatez, de ser los primeros porque hay cientos de blogueros, tuiteros y especies parecidas, armados con Smartphones y tabletas, que tienen acceso real al hecho que se pretende informar.

A menudo nos enteramos de un hecho relevante por un contacto de Facebook o un tweed de cualquier desconocido antes que por la prensa tradicional, lo cual no es por malo en sí mismo, pero nos obliga a ser menos complacientes con la aprobación de la información.

Y en verdad, no es tan importante que alguien nos cuele una trola sobre la extinción de los rinocerontes o una máquina que convierte el agua en vino; con la primera mentira nos hacemos conscientes (al menos por unos segundos) de la importancia de cuidar el planeta y, en el peor de los casos, en un mundo donde se implantan rostros no es tan descabellado que alguien nos engañe con un proceso químico del que apenas conocemos nada. El verdadero problema, lo que en realidad me quita el aliento, es que nos creamos a la vez que las vacunas médicas, que tantas vidas han salvado y están salvando a nivel mundial, están hechas para crearnos adicciones a otros medicamentos que no necesitamos, que disminuya la donación de órganos por la famosa leyenda urbana de la extracción sin consentimiento en países exóticos o que dejemos de consumir productos provechosos por el infundado temor de que tiene conservantes.

Que quede claro, no pido una raza de intelectuales con cocientes intelectuales superiores a 120 gobernando la tierra (¡Uf, qué horrible y aburrido!), ni siquiera un gobierno universal y transversal que intente decir la verdad siempre y a toda costa. Soy consciente –y ya lo dejé expresado por aquí– de que hay procesos y hechos que se realizan desde los Estados que se deben ejecutar en el más absoluto silencio. Mi preocupación, dado que solicitarlo (incluso desearlo) es una ambición no factible, es la necesidad de que los seres humanos, en tanto especie y no solo como ciudadanos de un país o una región, nos hagamos menos pasivos ante la información, que seamos capaces de contrastar, como si de periodistas se tratara, cualquier hecho, noticia o comentario que nos llegue antes de creerla y soltarla a los cuatro vientos.

Ya sé que pido demasiado. Soy consciente de que navegamos en un mar de información donde lo mejor es divertirnos con lo fútil y circunstancial y no tanto exprimirnos el seso con lo trascendental y eterno, pero si así seguimos estamos a las puertas del mundo fabulado por Huxley en Un mundo feliz. No podemos permitirlo porque mientras nos solazamos en la diversión frívola, hay poderes que debemos confrontar con más inteligencia y menos indiferencia.

Pero no me hagáis mucho caso, a fin de cuentas acabo de citar una novela como fuente autoridad. Como vez, yo también te intento manipular.

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