Prácticamente desde que existe el hombre existe la indagación de los motivos del arte. De las pinturas rupestres al vaso de agua de 20 000 euros en Arco Madrid, de los relatos orales junto a la hoguera hasta la última parida de Houellebecq, de los cánticos religiosos a John Legend, siempre hemos tenido ganas de saber por qué un sector de la sociedad se encarga de realizar algo que muchas veces es inmaterial, que no siempre es apreciado por la mayoría, y que, a ratos, termina provocando más perjuicios que beneficios a quien lo intenta.
La reflexión no es baladí. Viene a propósito del filme Whiplash, del director Damien Chazelle, que ha permitido a J.K. Simmons alzarse con el Oscar al mejor actor de reparto, pero que tiene, como película, más virtudes, que sólo buenas actuaciones.
A grandes rasgos, cuenta esta maravilla la relación que se establece entre un profesor de música mal encarado y agresivo, y su alumno obsesionado con la perfección y el triunfo como artista.
Más allá de las miles de opiniones que ha generado sobre el liderazgo y ese barbarismo insípido que responde al nombre de Coaching, Whiplash narra el mismo argumento que antes trató Cisne negro, de Darren Aronofsky, en la cual un artista se obsesiona con su profesión, de tal manera, que la convierte en una pesadilla, más que un disfrute de la creación.
Actuaciones de primera, música incuestionable, argumento para polemizar y un sinfín de interrogantes sobre el papel del arte, el rol de la enseñanza, sobre la capacidad del ser humano para crear, para vivir con la creación, para cuestionarse el mundo desde su visión, donde lo más importante, casi hasta convertirlo en cuestión de vida o muerte, es una estupidez para la mayoría del mundo que le rodea.
Un punto al que se debe prestar atención es el dilema de la dignidad humana, la necesidad y el derecho que tenemos todos de que nos traten con respeto, la obligación de que no nos sometan, ofendan, presionen, pero al mismo tiempo el deber de darle a los demás la misma receta.
¿Pero qué pasa cuando, en aras de otros objetivos, renunciamos a parte de la dignidad humana? ¿Qué puede suceder cuando para ser el mejor pintor, el mejor músico, la vida nos obliga a bajar algunos grados el termómetro de nuestra dignidad humana? O incluso más, ¿qué hacer cuando nuestra labor creativa depende del estrés, de las drogas, o incluso del sometimiento a un tercero? Aquí las cosas se complican para intentar aportar la verdad. Nadie que no sea creador de arte puede entender que alguien esté dispuesto a renunciar a cosas vitales para vivir, en aras de parir un cuadro, una partitura o una novela.
Quizás la respuesta está en esa frase que muchos atribuyen a Musil: «La única prueba a favor o en contra de una persona consiste en ver si, hallándonos a su lado, nos elevamos o descendemos.» Habría que vivirlo, y podríamos responder.
Como muestra de lo que nos trae este magnífico filme, es interesante recrear el argumento de Andrew, el alumno obsesionado, para referirse a su trabajo como artista en una comida con su familia, donde se le recrimina su admiración por Charlie Parker, muerto a los 34, arruinado y lleno de heroína.
“Prefiero morir arruinado y borracho y que la gente hable de mí que vivir rico y sobrio hasta los 90 sin que nadie me recuerde.”
En estos argumentos nos movemos mientras vemos esta película de Chazelle. Una película para recordar y que ha tenido quizás la mala suerte de optar por una estatuilla el mismo año que lo hacía Birdman. A veces la vida es así de injusta.