De las técnicas literarias y la persuasión

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A menudo leo y escucho fervientes defensores de la creación literaria en su forma únicamente intuitiva, aquella escritura que sale de las entrañas sin tener en cuenta normas, recetas ni técnica alguna, porque para estos el acto escribir no debe estar obligado a seguir ninguna regla. Bien, es una opción a mano para genios de la literatura, que luego apenas necesitan el trabajo paciente y silencioso (como debe ser) de un editor eficaz.

No tendría demasiada importancia si hubiera algo de cierto en que la literatura fuera sólo eso y si, a la vez, estos mismos defensores no colocaran al mismo nivel de su defensa una crítica bastante severa a las técnicas y trucos estilísticos que han sobrevivido a varios milenios de creación en ficción.

Y sobre todo porque suelen englobar todo principio técnico que sirve para crear ficción narrativa en un nebuloso «discurso oficial» que, según ellos, pretende crear clones gemelos y recetas o sistemas uniformes que obliguen a hacer el mismo tipo de escritura. Lo cual es un total sinsentido.

La literatura, y muy especialmente la formada por los géneros narrativos, como cualquier otra ficción a la que no es ajena el cine, es una construcción. Como en la arquitectura hay toda una armazón que el autor no puede desconocer; una estructura formada por una historia que contar, un argumento que la justifica, un narrador que ocupa una voz y tiene uno –o varios– puntos de vista para relatar esa historia, existen personajes que interaccionan, escenarios, descripciones, y todo un conjunto de elementos que obligan a tomar decisiones al autor en tanto cada una de ellas afectan a la historia y, muy en especial, la percepción final del receptor al que se dirige el edificio terminado.

No pretendo hablar de poesía, que comparte no pocos de estos argumentos creativos, aunque tiene sus propias ataduras. En cualquier caso, texto narrativo o poético, la literatura tiene unas obligaciones creativas (más principios que normas) que desconocer por completo es una vía directa al fracaso.

Las técnicas literarias no son –y obviamente no pueden ser– elementos formales que erosionen el resto de principios estéticos que tiene la literatura, es decir, entretener, hacer reflexionar, emocionar, y todo lo que aquí, subjetivamente, pongamos en nuestra lista de motivos para leer. Pero lo cierto es que, reducir la Escritura creativa, únicamente a estas técnicas formales es ocultar la realidad de un tipo de cultura muy vasta y útil que va mucho más allá del simple uso de estas artimañas técnicas.

Tampoco son un recetario de normas vagas o impositivas creado por un grupo de «sesudos inventores¨ para homogeneizar lo que se crea o se escribe.

Escritura creativa es un complemento indisoluble de la teoría literaria tradicional; tiene valor en tanto transmisión de conocimiento del arte literario que se completa, además de forma muy nítida, con la teoría literaria tradicional.

Es una herramienta que permite escudriñar los entresijos estructurales donde aquella, la enseñanza tradicional, no entra y que Raymond Carver, tan contrario a menudo a estas argucias técnicas, reconoce que “la verdadera experimentación en la ficción es original, se aprende con esfuerzo y produce gran regocijo”[1]. Y agrego yo, aquella que sea capaz de emplear estas técnicas para lograr los mejores efectos que permitan transmitir los valores estéticos y emocionales de la literatura ficcional.

Repito, no existen reglas invariables en la literatura. La literatura no es, y no puede ser, una ciencia exacta donde la fuerza de la repetición, o dicho de forma más científica, la práctica del hecho repetitivo sea el criterio valorativo de la verdad.

Dice Robert McKee en su rico libro para enseñar el guion, que lo que se aprende en creación no son normas, sino principios:

Las normas dicen: «Se debe hacer de esta manera». Sin embargo, los principios se limitan a decir: «Esto funciona… y ha funcionado desde que se recuerda». La diferencia resulta crucial. Nuestro trabajo no debe seguir el modelo de una obra «bien hecha», sino que debe estar bien hecho según establecen los principios que conforman nuestro arte. Quienes cumplen las normas son los escritores ansiosos e inexpertos. Los escritores rebeldes y sin formación las incumplen.[2]

Goethe le confesó a Johann Peter Eckermann, que luego lo plasmó en sus Conversaciones con Goethe que si fuera joven en ese momento intentaría escribir cómo le viniera en gana y no respetando regla alguna.

Si yo fuera todavía lo bastante joven y osado para ello, procuraría infringir adrede estas caprichosas reglas técnicas; emplearía aliteraciones, asonancias, rimas incorrectas y todo aquello que se me ocurriese y me fuese cómodo. Pero procuraría ahondar en lo esencial, diciendo cosas tan buenas que todo el mundo se viese excitado a leerlas y aprendérselas de memoria.[3]

De alguna manera, Goethe lo hizo creando un personaje inolvidable que se entrega al ángel caído por respeto a su profesión, lo hizo luego Mann, con una novela que ocurre en una montaña donde reina la paz en tiempos de guerra mundial, lo logró Dostoievski con un asesino que logra nuestra simpatía, o cuando menos nuestra comprensión.

Lo que importa aquí es que, al contrario que en las ciencias exactas no existen normas rígidas donde dos más dos es cuatro y la ley de la gravedad es 9,82 metros por segundo. Lo que varias generaciones implantaron como norma creativa puede ser la pauta a romper para la siguiente; eso sí, conociéndolas antes. No se puede saltar una barrera que no se ha medido antes, aunque sea de forma intuitiva. Pretender crear reglas que marquen escuelas en la literatura es tan improductivo como vender hielo en el año de la invención de la nevera.

Y por supuesto, para todo el que ejerce la creación de ficción, y para casi todos los que de una u otra manera la consumen existe una lógica universal que pocos se atreverían a negar: la ficción, esa creación consciente que enmascara o embellece la realidad, cumple su objetivo de hacer reflexionar, emocionar o producir placer, únicamente en la medida en que convence o persuade de la mentira creada. Es justo ahí donde entra en juego la escritura creativa, esos principios técnicos y estilísticos creados desde Aristóteles y en constante desarrollo, que permiten escoger una solución técnica y no otra para persuadir al que viene dispuesto a dejarse persuadir, pero que no siempre se logra.

Escribir es, en definitiva, como en las relaciones de pareja, tomar decisiones que permitan lograr el mejor efecto para convencer a otro; es un arte de la persuasión. Y cuanto más convence, más profundo será el idilio.

[1] Raymond Carver, «On Writing», en The Story and its writer: an introduction to short fiction, de Ann Charters (New York: St. Martin’s Press, 1983), 1608.

[2] Robert McKee, El Guión: sustancia, estructura, estilo y principios de la escritura de guiones (Barcelona: Alba, 2002), 17.

[3] Johan Peter Eckermann, Conversaciones con Goethe en los últimos años de su vida (Barcelona: Acantilado, 2005), 330‑331.

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