Cuando leí a Antoine Albalat pensé en los lectores de habla hispana que no tenían acceso a su sabiduría y abrigué cierta impotencia. No podía ser que la mayoría no conocieran una obra imprescindible para aquellos que emprenden el camino del aprendizaje de la escritura de ficción.
Ha existido en nuestra lengua, un acercamiento inicial por editorial Atlántida, en 1949, pero parcial, y no actualizado. Lleno de dudas, me puse manos a la obra en la labor de interpretar al escritor y crítico francés, porque nada debería detener el crecimiento de la razón.
Confieso. Es la primera vez que andar sobre los pasos de otro me ha sido tan grato. Este empeño me ha obligado a repensar mi acercamiento a la lectura, porque no existe lectura más atenta que la que se hace para la traducción. En especial, porque no soy traductor de profesión, es decir, nunca he ido a academia o universidad alguna con el objetivo concreto de aprender la ciencia de interpretar las ideas que alguien ha colocado por escrito en un idioma para intentar llevarlo a otro. Pero tuve –y tengo– argumentos para atreverme.
El primero: odio las barreras. Cada vez que he arrancado algún proyecto detesto encontrar obstáculos que lo impiden, y hago todo lo descrito y lo desconocido para derribarlos.
El segundo: amo la literatura, amo el sonido que producen la alianza intuitiva de las palabras, esa que crea un mundo conjeturado para producir una emoción. Y esa emoción debería ser universal.
El tercero: soy enamorado de los idiomas, de todos en general, aunque muy especial de cuatro de ellos; porque gran parte de las sapiencias a las que quiero acceder aún pasan por hablar sin intermediarios con Cervantes, Shakespeare, Goethe o Molière.
A Cervantes, gracias a mi padre –por su carácter práctico– y mi madre –por su rico imaginario– no le temo. A Goethe le debo una visita consciente, pero Shakespeare y Molière son parte de la familia.
Por eso me atrevo a ofrecer este regalo. Porque toda traducción, dice Lori Saint-Martin, es un regalo; subjetivo, personal, pero regalo al fin.
Con esa máxima por blasón, dejo este obsequio con unas mínimas notas para hacerlo más comprensible, si bien a Albalat, en el lenguaje de las emociones no se le puede traducir, porque le viene de origen.
No debe sorprenderse el lector que conoce la obra francesa del título de esta versión española, donde evitamos el subtítulo que se usó en la primera edición. Nos ajustamos al que utilizó la editorial Armand Colin en su edición de 1992, que hizo justicia al que, según señala André Billy en su libro Le Pont des Saints-Pères, fue el que siempre quiso usar Antoine Albalat, quien había cedido a la imposición del editor en 1899.
Para facilitar la labor del lector hispanohablante, por cada autor que se cita en este libro, intenté encontrar referencias en obras ya traducidas y publicadas en español. Donde no fue posible, ofrezco mi versión de un fragmento, no de toda una obra. Espero sean comprensivos.
De la misma manera, hay autores que cita Albalat, que luego no han tenido trascendencia en otras áreas idiomáticas, tampoco en español. Muchos son apenas conocidos por el lector actual o de otras lenguas ajenas a las de Flaubert. En esa misma labor de facilitar el conocimiento incluí pequeñas notas bio-bibliográficas donde me pareció oportuno. Apelo a la comprensión del lector si lo considera excesivo.
Otro intento fue adecuar algunas frases y giros a la actualidad. El lenguaje usado por Albalat es moderno, pero no tenía entonces herramientas cotidianas en el uso del oficio de escribir de hoy en día, y menos aún toda una disciplina como la Escritura creativa, orientada a revelar lo que él empezaba. No podía prever Albalat que la epístola, en la era de las redes sociales, tiene un valor diferente, o que a la cera de Españahoy se le llamaría simplemente lacre.
Ha sido un reto. Seguir su estilo altamente literario, y orientado a un público general, pero exquisito en esa alianza de las palabras, adecuándolo al lector de hoy. En esto respeté los objetivos iniciales que se propuso Albalat en la salida de esta obra en 1899.
Siguiendo este criterio, no mantuve todas las cursivas que en el original remitían a referencias que Albalat intentaba remarcar en el contexto de finales del siglo XIX y principios del XX, y que, si bien no han perdido valor, tampoco aportan información relevante hoy en día más que a historiadores de la literatura o muy conocedores de la época. He mantenido, pues, aquellas que subrayan enunciados de contenido.
Y aquí termina esta intromisión necesaria que queda casi como pretexto. Que hable Antoine Albalat, cuya obra espero logre ser mejor conocida en el mundo hispano. De verdad que lo merece.
Este texto es prólogo al libro El arte de escribir, de Antoine Albalat, que se puede obtener en editorial El Barco Ebrio desde aquí.