Desaprender para reinventarse

blankMi vida estuvo llena de desgracias, muchas de las cuales jamás sucedieron

(Descartes)

 

Alguna vez necesité aprender. Encontré que algunos de los objetivos que buscaba pasaban por hincar los codos con los libros, quemar las pestañas con clásicos literarios, que unas veces me gustaban y otras odiaba. Me percaté que necesitaba una base sólida que pasaba por conocer profundamente la mayoría de las técnicas –visibles, pero ocultas a ojos profanos como los míos– que estaban en las novelas, saborear los libros de otra manera, reconocer que a veces el entretenimiento estaba en gozar la frase y no sólo la historia. Y aprendí.

Otra vez necesité desaprender. Encontré que algunos de los objetivos que buscaba pasaban por soltar los libros, recuperar el color de las pestañas dejando a un lado los clásicos literarios, que unas veces me gustaban y otras odiaba. Me percaté que necesitaba salir a la superficie que pasaba por desactivar la mayoría de las técnicas –visibles, pero ocultas a muchos ojos profanos– que estaban en las novelas, saborear los libros de otra manera, reconocer que a veces el entretenimiento estaba en gozar la historia y no sólo la frase. Y desaprendí.

Tuve que desaprender y lo hice. Hubo un momento en que tuve que olvidar algunas cosas que tenía en mi cabeza para poder avanzar. El término desaprender lo escuché recientemente en varios anuncios de un importante banco holandés al que todo el mundo conoce por tres letras y tienes el color naranja en sus logos. Y me envuelvo en eufemismos y referencias visuales para no dar publicidad gratuita a ING Direct, así que me guardo el nombre y no lo digo.

Lo importante es que este banco contrató a varios personajes famosos para transmitir un mensaje que tiene mucho de verdad, de revolucionario, de darle la vuelta a las cosas para poder acceder a nuevos contenidos y aplicar nuevas estrategias.

Pero desaprender no es renegar de lo aprendido, sino más bien reinventarse. Reinventarse, en palabras del doctor Mario Alonso Puig, es una forma de resetear el cerebro, desactivar temporalmente el software mental que por saturación nos impide avanzar.

Se lo dije a una amiga una vez, que para poder hacer lo que hoy hago, para poder parir ideas, para no sentir bloqueos innecesarios y estúpidos, tuve que desaprender: le dije más o menos: “el día que dejé de preocuparme por el criterio de los colegas y las cuestiones técnicas que me esclavizaban desde Cuba, mi estilo cambió”. Y es que a veces –muchas veces– lo aprendido puede ser un lastre para repensar.

Carpentier dijo en una entrevista:

“…nada es tan provechoso para un artista joven como sumarse a una escuela, a condición, desde luego, de que los propósitos de esta es­cuela coincidan con sus aspiraciones profundas. Una escuela signifi­ca espíritu de equipo, emulación, posibilidad de discutir y comparar lo hecho; también una revista, medios de comunicación, exposicio­nes: modos de manifestarse libremente. Es excelente la posibilidad de trabajar en el seno de una escuela, contribuyendo al auge de sus ideales, a condición de liberarse al cabo de algún tiempo, escapan­do a lo que pronto se transforma en academicismo de nuevo cuño, con sus consiguientes retóricas y lugares comunes.”

Esto es. Durante mucho tiempo mi aprendizaje conllevaba un error básico que aún lastra a muchos de los colegas de aquel entonces: escribir la obra perfecta, la única, la mejor novela jamás escrita, ser el baluarte que encontrara el método de escribir el argumento más importante de la literatura cubana de todos los tiempos.

Cuando pude mirarme desde fuera, cuando aprendí a desaprender, desde el momento en que supe autorreconocerme, saber mis limitaciones y mis virtudes, comprendí que tenía que quitarme ese lastre para poder mejorar. Así me reinventé.

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