Estoy bastante sorprendido por las reacciones moralistas de varios medios de comunicación que piden con bastante entusiasmo que a los 33 mineros chilenos rescatados de las entrañas de la tierra se les trate como a seres humanos y no como mercancía televisiva.
Trato de entenderlo. Son mineros, trabajadores pobres a los que ganarse la vida les cuesta más que a Paris Hilton y a mí; en definitiva trabajadores sencillos, que se han ganado la vida con el sudor de su frente y no con este sucio mercadeo que hace el capitalismo de aquello que se vende bien.
Y yo me pregunto, ¿Qué tiene de malo si un minero, un tipo que se ha metido media vida bajo tierra para ganarse la vida a medias, que se está machacando los pulmones y dejándose la salud trabajando como una bestia, decida irse a contar su experiencia a una televisión que le diera suficiente dinero para dejar la mina?
Me asquean estos moralistas que se escandalizan con todo lo que odian, las hamburguesas de Mc Donalds se hacen con ratas, Coca cola tiene ácido que limpia prendas, los ricos son malos muy malos y los pobres hermanitas de la caridad. ¡Ya está bien! Son casi siempre los mismos, los que odian el capitalismo porque la gente podemos elegir en libertad.
Si los mineros chilenos encuentran un filón y alguien les ofrece 6 mil euros por noche para salir en un programa para contar su vida y sus miserias, es el dinero que nunca han tenido ni en años de trabajo y será una alegría para sus familias, que ya han tenido más sufrimiento que el soportable.
Es verdad que hay ciertas moralidades no comercializables: principios, dignidades y otros etcéteras que deberían estar bajo la lupa de un cuidado especial. Pero no seamos tan enemigos de la libertad y dejemos que sea cada individuo quien decida cuáles son sus principios y sus dignidades que no deben ser vendidos, y dejemos a la gente que decida qué programas quieren o no quieren ver en la televisión, sean de la naturaleza en África o de unos niñatos malcriados que no saben vivir en sociedad con otros.
Lo que es inadmisible es que personas que se ganan la vida frente a las cámaras o detrás de los micrófonos pongan el grito en el cielo porque otros, a quienes se les ha dado la oportunidad de empezar una nueva vida haciendo un trabajo menos duro, tomen la decisión de tener mayor bienestar.
Por más que un día puedan ser muñecos rotos, dejemos que sean ellos, los propios mineros, los que decidan si quieren o no quieren vender sus historias, sus principios o dignidades. Nosotros las consumiremos, o no. Pero dejemos la decisión personal y el libre albedrío para quienes pueden decidir por sí mismos si salir en la televisión contando sus vidas o estar días enteros bajo tierra para ganarse el pan.