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Empiezo con una pregunta:
Imagina que cada noche escribes algo sobre tu pareja y al día siguiente se cumple todo lo que has plasmado en el papel. ¿Te gustaría tener ese poder? Imagino tu respuesta, pero ¿sería moral o correcto tenerlo?
En la ficción tenemos, como tantos otros trucos para convencer al lector, un recurso conocido como metalepsis[1], una especie de quiebra de la frontera que divide el mundo real y la historia que se cuenta mediante la invasión de uno en otro. Es un juego de cuestionamientos de la realidad y la ficción en tanto mundos supuestamente separados, ahora unidos por la eliminación inteligente de sus fronteras y que permite múltiples lecturas y reflexiones.
Una de las más interesantes formas de esta metalepsis nos las presentó Pirandello quien nos abrió un universo de posibilidades reales sobre los personajes. Su idea de enfrentar a seis personajes con un creador, ha dado ríos de tinta, aunque lo más interesante es la propia concepción de que seres de ficción, creados por la mente de un autor se rebelan, salen de la ficción para materializarse en la misma realidad que el escritor y polemizar sobre su misma existencia. A esto se la ha conocido también como efecto Pigmalión.
(Sobre estas diferentes formas de Metalepsis, hago un estudio más amplio en mi libro Como escribir Ficción. Aprendiendo con el cine)
Ahora remito a Ruby Sparks, de Jonathan Dayton y Valerie Faris una película muy peculiar por el tratamiento de la historia que cuenta en lo referente a este efecto y los cuestionamientos que plantea.
Comienza con una historia bastante ligera y cercana a un cine frívolo cuando el joven escritor Calvin intenta vencer una crisis creativa luego de una primera novela exitosa. La trama empieza a complicarse al conocer a Ruby, una chica de la cual se enamora, y que poco a poco descubriremos que es un personaje de ficción creado por Calvin para su segunda novela, que es precisamente la que intenta escribir en ese momento.
Una historia que comienza con esta premisa podría tener poco qué ofrecer: amor recíproco y sin obstáculos, pareja feliz y sin problemas, pero el conflicto cobra fuerza cuando Ruby empieza a dar signos de autonomía en la pareja; autonomía que es reflexión en dos vías: libertad para tener vida propia fuera de su relación con Calvin y, a la vez, una manera de afianzamiento de su soberanía, como personaje dentro de la realidad ficcional que cuenta la película y de la cual, lógicamente, ella no es consciente.
Lo que parecía un filme sin grandes abstracciones estéticas o filosóficas, como lo pudo ser Stranger than Fiction, termina complejizándose para dejarnos aquí la duda que encabeza este texto: ¿Deberíamos cambiar la personalidad de nuestra pareja? y que deja un conjunto de inquietantes dudas sobre la libertad del ser humano y el proceso creativo.
La idea de que tengamos el poder de cambiar a nuestra pareja a nuestro antojo, de moldearla, de hacer que haga en el día a día lo que nos gusta, y de paso evite llevar a cabo lo que no nos satisface, podría parecer interesante. Jamás habría polémica, ni discusiones ni conflictos; ¿pero merece la pena?
Esta idea de tener alguien que responda absolutamente a nuestros antojos, me recuerda algunos que prefieren ser dueños de mascotas (esas que esperan cosas básicas por su entrega, y que veces siquiera nada piden) que dar la cara a los apasionantes inconvenientes de amar a quien tiene voluntad propia.
Las relaciones de pareja son, por lo general, difíciles; toda relación humana lo termina siendo en algún momento cuando pasa por la convivencia diaria. Esta convivencia es una alimentación mutua, que va desde la pasión, a veces incontrolable, hasta la tolerancia afectiva que permiten los años, y que afianza la idea de que son dos personas distintas, con personalidades más o menos diferentes y en constante cambio. Como principio, lo conveniente debería ser amar y ser amado por alguien que no se deja doblegar por nuestras exigencias, lo contrario es dirigirse a una derrota de antemano. Una sana convivencia entre amantes (que sí, que existe, aunque sea difícil) respeta la individualidad del otro, por más que les incomode.
Cuando Calvin descubre que puede hacer real todo lo que escriba sobre Ruby, que puede cambiarla a su gusto, hacer que hable otros idiomas o que no pueda abandonarlo, el espectador entra en una mezcla de dudas que van desde el uso mismo de la metaficción en el proceso de escritura y las fronteras entre las diferentes realidades ficcionales, hasta aquellas cuestiones que van más allá de los recursos técnicos como la libertad de elección del ser humano o el respeto a la libertad del otro en las relaciones humanas.
Calvin pasa por un proceso que han pasado no pocos en sus relaciones y que termina por ponernos frente a un dilema de difícil respuesta: ¿seguiríamos interesados en mantener una relación que no reviste ningún reto pasional o humano de tanto que la hemos cambiado hasta que no se parece en nada a lo que nos llamó la atención al empezar?
Nada sería más lógico que dejar de prestar atención a quien hemos cambiado, añorar la libertad y la independencia de terceros luego que hemos generado tanto esfuerzo por cambiar a nuestra pareja, de hacer mil gestos y batallitas por cambiar la personalidad de quien nos ama en aras de la convivencia.
Al final quizás seríamos felices en una vida sin altibajos ni vaivenes pasionales, pero igual de aburrida y plana cuando ya hemos convertido a nuestra pareja en una figura de porcelana que todos admiran y a la que nos acercamos una vez a la semana para que no se cubra de polvo.
Si no te intimidan las historias que hacen pensar, te recomiendo de buena gana Ruby Sparks. Me lo vas a agradecer.
[1] Gérard Genette. 1976. Figures. Paris: Éditions du Seuil.