Somos complejos. Seguramente te ha pasado lanzarte a ver la película que todos aclamaban y te ha dejado frío, y luego ves una de la que nada esperabas y te golpea emocionalmente. Somos extremada y felizmente complejos.
Existen sensibles amantes de música clásica que odian a Ricardo Arjona y se mueren por escuchar a Pitbull, amigos que darían un órgano por salvar la vida de un tercero, pero se aterran ante la presencia de un extranjero, amplios lectores de ficción con una mirada aguda y hasta filosófica que son incapaces de detenerse ante un buen libro de ensayo, extraños exiliados de los desmanes del totalitarismo de izquierdas que luego defienden las virtudes del comunismo desde New York.
Hace unas semanas hice una clara defensa de la longitud clásica en la cinematografía y ahora voy a defender Roma, una película que rebasa las dos horas de metraje. Somos extremada y felizmente complejos. No es una crítica, es un apunte.
Alfonso Cuarón no es precisamente un director que me vuelva loco, pero es un magnífico cineasta del que merece la pena ver todo lo que hace. A él debemos la frase de que el cine se ha ahuevonado, y tiene razón. Los espectadores nos hemos vuelto –o nos han vuelto– cómodos y más de una vez escuchamos la frase, tan legítima como cualquier otra: «voy al cine a divertirme, no a pasarlo mal». Pero lo cierto es que, de tan masivo, en el cine se ha perdido la capacidad de crear, y por tanto disfrutar, filosófica y sensorialmente.
Cuarón, por suerte, se sale de esa masificación del cine para palomitas. ¿Por qué es Roma una obra maestra? Por revertir aquello que el cine de hoy ha perdido y por consolidar otra que no me canso de repetir sobre la creación: en la ficción la forma debe ser una vía al contenido.
Estamos cansados de ver películas magistralmente realizadas que no emocionan ni al cerebro más apasionado, y otras que, de tan emocionales, abusan tanto del melodrama que nadie serio se las cree, más que el 4%de los lectores de Corín Tellado.
En Roma nos cuentan un fragmento de la vida, los azares y pesares de una sirvienta en el México de la década de los ’70 del siglo XX; aquí no hay mucho qué contar. Lo espectacular es la forma que acompaña al contenido: la estructura narrativa tan cercana a esa cosa que llaman hiperrealismo, como si cortaran un trozo de la realidad (como hacía Chéjov) y nos presentaran esas dos horas en una pantalla; la elección del punto de vista, con decididas panorámicas horizontales de cámara que reafirman esa mirada subjetiva, la total ausencia de melodrama, o mejor, su dosificación para evitar las emociones fáciles y provocar la reflexión.
Seguramente has oído hablar montones de veces del cine de autor, pero como concepto es siempre algo vago. No tiene más explicación que la siguiente.
Una película es una obra de arte colectiva y termina siendo, por lo general, el resultado aproximado de lo que un director tiene en su cabeza. Depende un realizador del tiempo que tienen los actores, del productor(es), que a veces mete sus manos para no perder el dinero invertido, de uno o varios cámaras, de un director de fotografía, de un montador, que decide dónde y cómo se cortan las escenas, etc. Al final muchas ideas concebidas no se plasman en la realidad o se hacen de otra manera, por costes, imposibilidades técnicas y demás. En el cine de autor, el director intenta, puede y, casi siempre logra, escribir el guion, dirigir la cámara, ordenar la fotografía, montar en la post-producción, etc, con el objetivo de lograr que quede algo más parecido a lo que concibió.
Roma es cine de autor puro; roza la perfección, y si no lo hace es porque la primera parte se hace algo larga a varios espectadores, pero no deja de ser necesaria para transmitirnos el entorno de monotonía que conlleva la vida del personal de servicio.
Un detalle a tener en cuenta. La película está filmada con una sola cámara, lo que ya indica el atrevimiento de Cuarón en una época en que la mayoría de los directores apuestan por poner varias cámaras para facilitar el proceso de post-producción, pero que limita la creatividad; al final las tomas son, por lo general, movimientos horizontales que obligan a una coreografía perfecta de la puesta en escena para no perder detalle.
Sin embargo, al final de la película hay un cambio a través de un trávelin con la cámara que se introduce casi 80 o 100 metros en el mar. Todavía me estoy preguntando cómo logró ambos detalles técnicos porque son dos hazañas muy complejas (sobre todo la última) que ayuda a afianzar el argumento narrativo.
Creo que me deshago en elogios y voy a parar. Si no la has visto, sal ahora mismo a disfrutarla, deja el móvil a un lado durante esas dos horas y sumérgete en una experiencia sensorial subjetiva que conlleva fuertes dosis de emoción, pero también a una gran reflexión. Fui a verla con grandes expectativas y, para variar, no salí defraudado. Sólo voy a lamentar que, al ser comercializada por esa plataforma de la que todos hablan que empieza por Nety termina en Flix, muchos puristas intentarán alejarla de los grandes premios y las grandes salas. Espero que me equivoque.