On Body and Soul. La feliz casualidad

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Alguna vez hemos comentado las tendencias contrapuestas que existen sobre la forma de hacer y disfrutar el cine: una que prima el aspecto visual sobre la narrativa y otra que considera que lo importante es contar una historia.

No deberían estar enfrentadas porque, a fin de cuentas, el cine es ficción, y tanto la forma como el contenido forman parte de la misma estructura. Eso sí, consideramos, como en la literatura, que la forma debe ser una vía al contenido. De nada sirve tener una creación visualmente perfecta, llena de escenas sin mácula, estructuralmente impecable, si al final es una obra de arte vacía.

La reflexión vino al pelo tras los créditos del filme Testről és lélekről, y digámoslo sin ambages: una obra maestra en contenido y forma. Si te gusta el buen cine y no la has visto, haz lo que puedas para buscarla; y si te preocupan los spoilers, mejor que leas este texto, o escuches este podcast, después de que lo hayas hecho. Escribimos sobre ella, no como una invitación a verla (aunque también) sino para dejar plasmadas algunas reflexiones sobre lo que podría ser una de esas películas que deberían incluirse en las escuelas de cómo contar una buena historia.

Comercializada internacionalmente como On Body and Soul, la película cuenta la historia de Endre y Maria, dos trabajadores muy peculiares de un matadero de ganado vacuno. La peculiaridad viene por su imperfecta integración social. Personajes raros, normalmente desguarnecidos de un ambiente social fuera del trabajo; uno, por el fracaso constante con sus amantes, quizás ampliado por la deformación física en una mano; la otra, por padecer algún trastorno del espectro autista.

La historia está narrada como los grandes relatos de la mejor literatura, escenas aparentemente sueltas, aunque claras y directas, muchas veces inconexas entre sí, que los amantes del buen cine esperamos que lleven a algún lugar y no decepcionen como tantas veces en otras películas muy bien hechas visualmente, pero con defectos que marchitan el final.

De entre todas las escenas las que más llaman la atención tienen que ver con una pareja de ciervos que pacen en la nieve. Estas imágenes son de una plasticidad y una belleza desconcertante, parecen un mundo onírico y real a la vez, pero lleno de una fantasía visual que no parece existir. Estas escenas desentonan, por su incongruencia, con el tono realista del resto de la historia, un matadero de reses de cualquier ciudad occidental, con los problemas que aquejan a los obreros de cualquier centro de trabajo donde el grueso del quehacer cotidiano recae en lo físico y lo pedestre.

Las primeras imágenes de los ciervos entre la nieve tienen poco que ver con esas otras muy crudas del sacrificio y descuartizamiento de reses, como contrapunto entre lo que es y lo que debería ser, lo bello y lo prosaico, aunque obligatorio, por más que sea cruel.

Lo desconcertante pasa cuando desaparece un producto químico con poderes afrodisíacos en el matadero. Una investigación interna obliga a todos los trabajadores a contar sus interioridades a una psicóloga y aquí todo empieza a tener lógica cuando descubrimos que, el origen de las escenas de los dos ciervos, pertenece al mismo sueño que están teniendo, cada uno por separado y sin conocerse, Endre y Maria. ¿Y entonces qué?

Este descubrimiento, esta especie de dato escondido por hipérbaton nos exige reflexionar en el carácter de la historia hasta ese momento. El hecho, en apariencias fantástico, de que dos personas sueñen lo mismo, la misma fantasía onírica, con los mismos detalles, desencaja con el tono seco y a veces frío del argumento que previamente nos conducía a una historia puramente realista.

Este cambio de punto de vista del nivel de realidad lleva al espectador a preguntarse, ¿qué pasaría si esto llega a suceder en la vida cotidiana? Imaginemos: descubres que una persona a la que apenas conoces está teniendo el mismo sueño que tú, con los mismos detalles, las mismas escenas, cambiando sólo en el punto de vista, dado que los dos seres vivos que pueblan ese sueño cuentan lo mismo cada uno desde su propia visión.

Para hacerlo más atractivo la directora húngara Ildikó Enyedi, ha logrado exigir colocar la cámara exactamente donde se debe, con grandes acercamientos y alejamientos, como un testigo a veces oculto e inesperado de situaciones que nos descolocan y desesperan hasta el punto de que no desearíamos ver, pero a la vez no podemos dejar de hacerlo.

Otra virtud es el encabalgamiento del drama y el humor con cierto desapego, lo necesario para dejarnos a medio camino entre la risa y la lágrima; ni muy lejos ni muy cerca, justo lo necesario, de forma que, en medio de ciertas escenas con un profundo tono de gravedad y/o desespero, nos salpica con el roce preciso de una broma que no provoca desmedida hilaridad; sino apenas un movimiento involuntario de la comisura de los labios para hacernos reflexionar no solo de la historia que cuenta sino de nuestra actitud hacia ella.

El trazado de los personajes es increíble: dos seres marcados por el dolor, por el rechazo, por la rareza ante lo que se considera costumbre. Dos personas que quizás en la realidad no harían el esfuerzo por acercarse, pero los sueños, –esa curiosa fantasía que se produce en el mundo onírico– acerca más allá del sexo y el físico, pero también vinculándolos. Endre y Maria se complementan a pesar de sus respectivas extravagancias: uno aprende algo que nunca ha vivido y no sabe cómo explicar, el otro a entender más allá de su ombligo, y los dos aprenden a su vez a ceder espacios, a tolerar, a soportar las manías del otro, ¿no es eso, también, en parte, amar?

On Body and Soul, es un ejemplo de gran ficción realizada con una cámara, pero que podía perfectamente ser contada con una pluma y un trozo de papel, gran cine alejado de ese para palomitas que triunfa en las grandes salas.

Es maravillosa la identificación que se puede llegar a alcanzar con esta película que, mientras se disfruta, llegó un momento en que casi grité en alta voz: “¡aquí está el final, no sigas contando, no sigas!” Y efectivamente, comenzaron los créditos del final.

Estamos ante una historia pulcra e inteligente, un argumento impecable y una posición de la cámara que provoca emociones a borbotones. Una historia de amor, de sueños, de seres quebrados y unidos por algo que está más allá de la vida simple y los aspectos materiales; y que provoca la pregunta, luego de ver todas las candidatas, por qué no ganó la mejor película de habla no inglesa en Hollywood y sí el Oso de oro en Berlín. Imagino que, como todo en la vida, está sometido a subjetividades.

Alguna vez recordamos en otro contexto la frase del genial e incomprendido Somerset Maugham:

No somos este año las mismas personas del año pasado, ni lo son a quienes amamos. Es una feliz casualidad si, incluso al cambiar, seguimos amando a la persona que a su vez ha cambiado.

Esta es quizás una de tantas moralejas de este gran filme: que, cambiando, cediendo, tolerando, dejando algunas certitudes de lado para aceptar otras, aun dos seres humanos puedan seguir juntos porque algo que no saben ver ni explicar los acerca.

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