Rara vez puedo decir que una película me emocione hasta límites que no puedo controlar.
La experiencia de llorar y reír a la vez, de sufrir y disfrutar en una misma escena, esa genialidad de hacernos reflexionar profundamente con una situación cómica o quitarle toda trascendencia a otra que tiene una extrema gravedad, sólo la recuerdo con la genial obra Cinema Paradiso, de Giuseppe Tornatore y casi todos los largometrajes de Chaplin. Hasta el domingo pasado.
El concierto es una de esas películas que nunca sabremos clasificar. A medio camino entre la comedia y la tragedia pero no perdiendo lastre entre ellas sino aprovechando las virtudes de ambos géneros para crear esta obra maestra.
Su director, Radu Mihaileanu, no es ningún advenedizo con un disparo al aire que dio en el blanco. Mihaileanu es también el creador de filmes tan interesantes como El tren de la vida y Vete y Vive, dos acercamientos desde dos vertientes diferentes al mismo tema: la vida dura, increíblemente dura y difícil que han tenido que vivir los judíos a través de la historia.
En el concierto no deja de lado el tema judío, pero esta vez bajo el régimen comunista soviético a través de la belleza del arte, del lenguaje universal de la música.
Pero incluso así no se puede decir que la película sea sólo un retrato de las penurias de los judíos. Es a la vez una crítica a los sistemas dictatoriales, a la excesiva comercialización del arte, al estiramiento de parte de las clases acomodadas que no aprecian la belleza más allá de lo que no conocen; pero es a la vez un canto a la vida, una invitación a no desechar del todo el pasado para aprender a solucionar nuestros miedos presentes, un intento de hacernos apreciar la belleza del arte, las virtudes del lenguaje musical, intentar hacernos encontrar los caminos que nos hacen salir de la tragedia.
Desde hoy debo decir que si tengo que llevarme otra película a un sitio donde no pueda ver nada más que una sola de ellas, esta sería otra de las que tendría que dudar para echar en la mochila.