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Para los que hacemos ficción es como una epifanía descubrir los infinitos caminos por los que puede nacer un texto de ficción. Parafraseando al director de cine Rodrigo Cortés: Una novela es “una improbabilidad de la estadística”. Y esto, siendo tan obvio, es algo que un académico que no escriba ficción, apenas logrará comprender del todo cuando se mete en los terrenos de lo intertextual.
La historia de cómo surgió Fahrenheit 451es en sí misma una novela maravillosa: «Cinco pequeños brincos y luego un gran salto. Cinco petardos y luego una explosión.»[1] Así lo describe Ray Bradbury. Los cinco pequeños brincos o petardos son cuatro relatos que escribió y una anécdota vivida –que terminó escribiendo también– antes de llegar a la narración definitiva.
El primer brinco-petardo se tituló «Bonfire», un cuento corto que Bradbury jamás vendió a ninguna revista, donde imaginó los pensamientos literarios de un hombre en la noche anterior al fin del mundo.
El segundo brinco-petardo fue un cuento «más imaginativo» –según palabras del propio autor– titulado «Bright Phoenix» en el cual un fanático amenaza al bibliotecario a causa de unos libros condenados a la hoguera. Cuando los incendiarios llegan a la biblioteca para cumplir su «libricidio», se percatan que los libros han sido salvados, memorizados por cada una de las personas del pueblo.
Bradbury menciona otros dos pequeños brincos-petardos: uno, cuando escribió «The Exiles», donde varios personajes desterrados a Marte vuelan hacia una muerte definitiva cuando en la Tierra arden los últimos libros.
El siguiente sucedió con el cuento «Usher H» un héroe que reúne en una casa de Marte a todos los incendiarios de libros que conoce, quienes creen que la fantasía es perjudicial para la mente. Los hace bailar un baile de disfraces y los ahoga a todos en una laguna.
Y, por último, la anécdota que, para él, significaba un último pequeño brinco o petardo.
Cuenta Bradbury en el prólogo de la edición de 1993 de Fahrenheit 451 [Bradbury. «Postfacio» 1993.] que en 1950 o 51 iba con un amigo paseando por Wilshire, Los Ángeles, cuando un coche de policía se detuvo y un agente salió y les preguntó qué estaban haciendo.
—Poniendo un pie delante del otro —contestó Bradbury.
El policía repitió la pregunta, algo molesto.
—Respirando el aire, hablando, conversando, paseando —volvió a decir Bradbury.
El oficial frunció el ceño.
—Es ilógico que nos haya abordado —apostilló Bradbury—. Si hubiéramos querido asaltar a alguien o robar en una tienda, habríamos conducido hasta aquí, habríamos asaltado o robado, y nos habríamos ido en coche. Como usted puede ver, no tenemos coche, sólo nuestros pies.
—¿Paseando, eh? —dijo el oficial—. ¿Sólo paseando?
Bradbury afirmó con la cabeza.
—Bien —dijo el oficial—. Pero, ¡qué no se repita!
El coche patrulla se alejó y el autor quedó atrapado por el hecho. Cuenta que corrió a su casa y escribió de un tirón un relato titulado «The Pedestrian (El peatón)» que habla de un tiempo futuro en el que está prohibido caminar, y los peatones son tratados como criminales. Este relato, es, probablemente, la base inicial, aunque no todavía fundamental, de lo que hoy en día conocemos de la novela que abordamos.
El proceso de escritura
¿Cómo fue el proceso desde aquel último pequeño brinco-petardo que fue el relato «El peatón» hasta lo que hoy conocemos como Fahrenheit 451?
«El peatón» fue rechazado por todas las revistas a las que Bradbury lo presentó y acabó en la revista política Reporter, a la que el autor calificaba como «de poca categoría».[2] Y el gran problema era que ganaba apenas muy poco por lo que publicaba. Por entonces, según él mismo dejó escrito, eran muy pobres; no podía siquiera permitirse un espacio para escribir en su propia casa y tenía una mujer y una hija que mantener.
Entonces, paseando por los jardines de la biblioteca de la Universidad de California, en Los Ángeles (UCLA), descubrió una sala de mecanografía del sótano. Había en aquel espacio de la biblioteca una docena o más de viejas Remington o Underwood que se alquilaban a diez centavos la media hora.
La idea nacida de esos cinco brincos, en especial, el encuentro absurdo con el policía que se dedicó a realizar preguntas estúpidas al autor, dio a Ray Bradbury una inspiración. Para él las prohibiciones absurdas eran una obsesión. Y entre todas, la reiterada quema de libros de las que había leído, junto a su amor por los textos y las bibliotecas, terminó llevándolo a la idea de una sociedad donde los libros eran pasto de las llamas, que no solo simbolizaba la censura oficial, sino también la paulatina desidia de la sociedad por la lectura; una sociedad dominada por el entretenimiento superficial y la tecnología. ¿Os suena de algo? Todos estos elementos lo llevaron a escribir como un loco en el sótano de la UCLA, un texto que era la extensión o la ampliación de la idea original de «Bonfire».
No puedo explicarles qué excitante aventura fue, un día tras otro, atacar la máquina de alquiler, meterle monedas de diez centavos, aporrearla como un loco, correr escaleras arriba para ir a buscar más monedas, meterse entre los estantes y volver a salir a toda prisa, sacar libros, escudriñar páginas, respirar el mejor polen del mundo, el polvo de los libros, que desencadena alergias literarias. Luego correr de vuelta abajo con el sonrojo del enamorado, habiendo encontrado una cita aquí, otra allá, que metería o embutiría en mi mito en gestación. Yo estaba, como el héroe de Melville, enloquecido por la locura. No podía detenerme. Yo no escribí Fahrenheit 451, él me escribió a mí. Había una circulación continua de energía que salía de la página y me entraba por los ojos y recorría mi sistema nervioso antes de salirme por las manos. La máquina de escribir y yo éramos hermanos siameses, unidos por las puntas de los dedos.[3]
Terminó la primera versión de la novela en apenas nueve días de trabajo intensivo, machacando teclas en la máquina de escribir. Eran 25000 palabras que todavía no eran Fahrenheit 451. Se titulaba The Fireman (El bombero) y era más corto de lo que hoy conocemos como la novela en que llegaría a convertirse.
El relato, finalmente, se publicó en la revista Galaxy, y es muy probable que hubiera pasado como otros tantos buenos textos del autor, que formarían parte de su legado sin mayor trascendencia, si no fuera por el gran salto, la gran explosión, que siguió a los cinco pequeños brincos o petardos.
El editor de Ballantine’s Books, tras haber leído El bombero, le propuso al autor agregar 25000 palabras y más convertirla de relato a novela. Con muchas dudas, Bradbury volvió a la biblioteca a aporrear teclas, y cuando tuvo ya la seguridad de que el texto era viable, se dedicó a buscar revistas que publicaran fragmentos a modo de adelanto y publicidad para el texto final que ya sí se llamaría Fahrenheit 451.
Sin embargo, dichos capítulos no encontraban salida editorial. Bradbury intentaba infructuosamente buscar al menos que se publicaran mínimos fragmentos en alguna revista, pero llegaba a todos lados con evasivas o puertas cerradas. Nadie quería arriesgarse con una novela que tratara de la censura, en pleno período de censura sociocultural o sociopolítica en los Estados Unidos. No olvidemos que estamos en los inicios de la cacería de brujas que fue el Macartismo.
Un editor de Chicago, joven, emprendedor y escaso de dinero, invirtió todo el dinero que poseía en comprar los derechos de lo que iba a ser Fahrenheit 451 y la publicó en los números dos, tres y cuatro de una revista que estaba a punto de lanzar. El editor era Hugh Hefner y la revista era Playboy, que salió durante el invierno de 1953 a 1954.
Había salido a la luz Fahrenheit 451, una de las novelas más impactantes de la historia de la literatura y, hoy en día, todo un clásico.
¿De qué trata la novela?
Fahrenheit 451 es lo contrario de la utopía: una distopía, un lugar imaginado y donde la aparente felicidad de los ciudadanos está escamoteada porque no existe la libertad. Si la has leído estarás de acuerdo conmigo que la sociedad que describe es una de las más espantosas y apocalípticas que nos ha ofrecido la literatura de ciencia ficción; a la altura de 1984 y Brave New World (Un mundo feliz).
Imagina una sociedad en la que los libros y la lectura están proscritos, donde impera el culto a la ignorancia y en el que los poderes públicos persiguen a quien posea libros, incluso a los que leen a escondidas, porque la lectura es un delito y los libros se deben quemar.
El gobierno ha descubierto que la gente es desdichada, que está engañada a través de un bombardeo continuo de información errónea que incita al consumismo y a la violencia. En su afán porque la gente sea feliz y no consuma información falsa, patrimonializa el acceso a ella y, como parte de ese intento, decreta la prohibición de conservar libros o conocimientos que le permita al individuo pensar por su cuenta. El ser humano no debe cuestionar los datos, no debe tener el peso de tomar decisiones y debe sentir seguridad de que alguien le filtra la mentira y le entrega sólo la verdad. Así, tampoco tendrá necesidad de acciones individuales o de rebelarse contra nada, porque todo es felicidad. ¿Os suena de algo?
Permítanme un apunte personal. Aunque español por familia, nací y viví en Cuba hasta los 32 años. Fue allí, en una pequeña y acogedora ciudad llamada Pinar del Río, donde leí 1984, Un mundo feliz y Fahrenheit 451. Imagina el encontronazo de las tres novelas para un joven cubano de unos 16 años, que fue aproximadamente cuando leí la novela de Bradbury, (las otras dos las leí más tarde porque no interesaba que se leyeran en la isla). Tenía yo una alta sensibilidad, era callado, observador y curioso. Creía (me habían hecho creer), como la mayoría de los adolescentes de mi país en esa época, que Cuba era el país más libre, más solidario y que mejor trataba a los necesitados, esa era la única información que recibíamos. Hasta que me encontré con esta y otras novelas que, de una forma u otra, metían la infelicidad en el cuerpo de los que se preguntan cosas.
Y durante mucho tiempo entendía que la novela me gustaba porque retrataba lo que yo sentía hacia mi entorno, ese enfrentamiento que yo vivía con mi sociedad, hasta que descubrí que la lectura también me podía llevar a la escritura, volví a leer Fahrenheit 451 al menos dos o tres veces más en mi vida como creador de ficción y me percaté que era un clásico que impactaba a muchos en muchas geografías, no sólo en mi biósfera dictatorial.
Leer obliga a pensar, porque nos hace incómodos con el entorno, nos obliga a preguntarnos por qué no somos felices como el protagonista de la novela que leemos o nos señala los motivos por los que no lo somos, si la novela no es feliz. Las autoridades en Fahrenheit 451lo han comprendido: lo que impida ser feliz a nuestros ciudadanos debe ser erradicado, y leer lo impide, será un crimen severamente castigado por las leyes. Ni falta hace decir que se trata de una felicidad vacía, implantada en los moldeados cerebros de la masa a través de los medios de comunicación, en especial, la televisión. Todavía no había Internet ni redes sociales.
La primera genialidad de esta novela es el título. Fahrenheit 451, hace referencia a la temperatura a la que el papel de los libros supuestamente entra en combustión, obviamente en la escala de Fahrenheit, y que equivale a unos 233º centígrados. Existen estudios que cuestionan la precisión científica de este dato, pero ya no tiene la menor importancia, porque muchos lo creen gracias a esta novela, como otros muchos creen que existen los vampiros gracias a Drácula. Ese es el poder de los libros.
La segunda genialidad es colocar el punto de vista en Montag, uno de los bomberos de esta sociedad. Los bomberos son una nueva clase de policía, un grupo político poderoso, destinado a la destrucción del patrimonio literario de la humanidad, para así proteger el Nuevo Orden. Sí, la misión de los bomberos no es apagar fuegos, sino provocarlos; el arma principal de un bombero en Fahrenheit 451 es un lanzallamas para quemar libros, y, por tanto, resguardar la felicidad distópica de la sociedad que describe.
Montag es integrante esencial de esta nueva policía política, y desde el principio, está convencido de su labor y su papel. Pero, a pesar de que los medios propagan todo el tiempo la felicidad de la sociedad, en su interior, él no es del todo feliz. Un día, durante un trabajo de búsqueda de libros, sin motivos aparentes, y gracias a varias conversaciones previas con Clarisse; una joven diferente, que piensa, observa, se sorprende (y, por tanto, se cuestiona el estado imperante) Montag oculta en sus ropas uno de los libros que debía destruir. Su gesto marcará su vida; desde el momento en que comienza a leer, sigilosamente, temeroso, furtivo, ansioso, ya no volverá a ser el mismo.
Montag no sólo lee, también empieza a añorar libros viejos, antiguas novelas, libros de filosofía, religión; y con ello, vuelve el recuerdo de una vida anterior, normal, sin información condicionada y donde había de todo, bueno y malo, pero verdadero. Montag obtiene lo que la distópica sociedad en la que vive le quería evitar: Montag se vuelve un desdichado que piensa, y con la infelicidad y la reflexión, llega la rebelión contra el sistema, contra los colegas de profesión, contra su jefe Beatty, quien cumple a rajatabla con las leyes. Es así que comienza a buscar información y conocimientos, y cambia su vida.
Recepción, impacto e interpretaciones
Publicada finalmente en 1953, la novela tuvo un éxito inmediato y se convirtió en una de las obras fundamentales de la literatura distópica, a la altura, como ya mencioné de 1984, de George Orwell y Un mundo feliz, de Aldous Huxley.
En 1954, la novela ganó el premio en literatura de la Academia Estadounidense de las Artes y las Letras y la medalla de oro del Commonwealth Club of California.[4] Y posteriormente obtuvo varios más, como el premio Prometheus y el premio Hugo.
Ha tenido varias adaptaciones cinematográficas como la muy destacable de François Truffaut en 1966 y, sobre todo, sigue gozando del favor del público, que más de 70 años después, siguen validando su mensaje.
Fahrenheit 451 sigue teniendo casi el mismo impacto que cuando se publicó, lo cual habla bastante mal de nosotros como sociedad, porque los criterios que la crearon siguen vigentes, a pesar de que los medios tecnológicos son otros. Fahrenheit 451 sigue acarreando el mensaje con que nació, especialmente en un mundo cada vez más digitalizado, donde el acceso a la información coexiste con la distracción constante y los riesgos de censura.
Para evitar dudas, el propio Ray Bradbury dejó escrito en varios textos dispersos que había concebido Fahrenheit 451 a partir de hechos concretos como las purgas de libros de Hitler y Stalin, y la cacería de brujas de Salem, pero también, mirando al futuro, hacia su constante preocupación por el impacto negativo de la televisión, otras tecnologías y la censura en la sociedad. Estuvo, durante toda su vida, inquieto porque, si las personas priorizaban el entretenimiento fácil, se podría llegar a destruir el pensamiento crítico se alejarían de la reflexión, la lectura y el diálogo.
Sólo resta mencionar una predicción que mi Bombero jefe, Beatty, hizo en 1953, en medio de mi libro. Se refería a la posibilidad de quemar libros sin cerillas ni fuego. Porque no hace falta quemar libros si el mundo empieza a llenarse de gente que no lee, que no aprende, que no sabe. Si el baloncesto y el fútbol inundan el mundo a través de la MTV, no se necesitan Beattys que prendan fuego al queroseno o persigan al lector. Si la enseñanza primaria se disuelve y desaparece a través de las grietas y de la ventilación de la clase, ¿quién, después de un tiempo, lo sabrá, o a quién le importará?[5]
Antes de terminar, algunas curiosidades que no todos saben. Bradbury escribió un conjunto de relatos que recoge historias de Fahrenheit 451 y donde mantiene la evolución de las ideas y la preocupación por la sociedad. Su título es A Pleasure to Burn (El placer de quemar), te recomiendo vivamente la lectura.
Y último, no se le da suficiente importancia a la frase de Juan Ramón Jiménez con la que Ray Bradbury encabeza las ediciones de su novela a lo largo de los años. Esa frase es la mejor invitación a ser diferente, a buscar la verdad, a no creerte la primera frase que lees o escuchas, la primera información, es un llamamiento a dudar de todo: “Si te dan un papel pautado, escribe por detrás”. Con eso me quedo.
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[1] Ray Bradbury. En: «Postfacio» Fahrenheit 451. (México: Minotauro, 1993), 173.
[2] Ibid., 180.
[3] Ibid., 177.
[4] Davis, Scott A. «The California Book Awards Winners 1931-2012». CommonWealth Club World Affairs, diciembre 20, 2024. https://www.commonwealthclub.org/sites/default/files/u123/Official%20Complete%20California%20Book%20Awards%20Winners.pdf.
[5] Bradbury, Fahrenheit 451, 182.