Cincuenta. Se dice rápido, apenas tres sílabas que encierran la mitad de cien. En años, medio siglo; diez lustros y más de 18 mil días de un mismo gobernante en el mando de la isla que se considera a sí misma la más rebelde. La que ha estado en más guerras y conflictos por quitarse yugos, ahora sumisa por la mano implacable del socialismo o algo que dice serlo.
Se hace recuento de los logros y errores de estos años y el primer síntoma ya no es bueno: la división de posturas irreconciliables que no aceptan los argumentos sólidos de la otra parte. El balance arroja negro con pespuntes grises o blanco con futuro en rojo. Pero ni unos aceptan que la economía, el consumo y las libertades elementales eran mejor en tiempos de Fulgencio Batista, ni los otros reconocerán la masificación de la salud y la educación del castrismo. Unos potenciarán que la riqueza anterior no llegaba a todos y los otros que la educación y la salud son las peores del continente en calidad.
Quizás todos tienen razón. El gran problema es una sociedad dividida, con ningún deseo de reconocer al otro e incapaz de sentarse a una mesa para olvidar los rencores y trabajar por el futuro. Bien es verdad que la voluntad debe partir del que tiene el mayor poder y éste no piensa mover un dedo.
Dos anécdotas que recuerdo con bastante exactitud son las que me dan la pauta de lo logrado en estos cincuenta años.
La primera corresponde a mi bohemia licenciatura en la universidad de la Habana en la asignatura de Estadísticas aplicadas a la Historia. El profesor, un excelente pensador especializado en Historia de Cuba nos presentó un estudio donde se recogía la dieta mínima que recibía un esclavo cubano del siglo XIX:
Una libra (casi medio kilo) de carne de caballo diaria, seis u ocho plátanos o su equivalente en boniatos, ñame, yuca o cualquier otro tubérculo o en su defecto, una libra de harina de maíz; todo cocinado con manteca de cerdo, y bacalao de cena. Esta lista es completamente cierta, recogida por el llamado Reglamento de esclavos de 1862 y ratificada posteriormente por alguien tan poco sospechoso de ir contra el sistema castrista como el investigador Fernando Ortiz.
La anécdota viene a cuento porque ya entonces (1994) la alimentación de un cubano era inferior en calidad a la del esclavo del siglo XIX. Parece increíble, mientras el profesor nos dictaba la lista un murmullo recorría imperceptible la clase. Mis compañeros y yo nos mirábamos entre risas y complicidades extrañas como poniendo todo en duda y sorprendidos de que los historiadores pudieran dar crédito a semejante bulo. Pero no, no era un bulo y no existe truco ni manipulación. Los tratantes de esclavos eran los mismos que vendían su alimento por lo que negociaban de forma coercitiva las ventas de ambos productos por igual.
Sin embargo, entrando el aniversario cincuenta siguen las escaseces en la mesa del cubano, sigue la libreta de racionamiento con una infinita lista de otros productos necesarios para una dieta equilibrada y nunca se tiene acceso a ellos y raciones de productos que deberían llegar mes a mes y se consiguen (únicamente) justo a tiempo para celebrar estos aniversarios. Lo peor, Castro II ha dicho que hay demasiadas gratuidades en la isla por lo que habrá que apretarse al cinturón. Queda demostrado que los socialistas tienen, además, sentido del humor. Y quizás aún más mi profesor de Historia que terminó exiliado en Estados Unidos años más tarde.
La otra anécdota es más reciente, durante un viaje a la isla, con un familiar que siempre ha sido defensor del sistema actual de la isla. De hecho alguna vez, cuando aún yo vivía en Cuba, habíamos tenido roces porque mi decisión de encarar la vida de forma independiente al sistema era incompatible con la ideología que tiene injertada en su cerebro.
En un encuentro con mi larga familia pude darme el gusto de pagar de mi bolsillo todos los gastos del convite. Lo hice con placer, como aportando un granito pequeño de arena –ahora que podía– a la inmensa familia que siempre me había ayudado en mi vida de estrecheces en la isla. En presencia de sus hijos este hombre me dijo:
-Mi vida ha sido una metedura de pata. La he perdido miserablemente.
Como no estaba seguro que me hablaba de política, y menos en alguien como él, lo miré intentado descifrar el enigma en su rostro.
-He defendido un sinsentido y veo que las personas que se van de Cuba, y que siempre nos habían dicho que eran gusanos, traidores y vendepatrias, son recibidos aquí porque tienen más dinero que nosotros y pueden permitirse entrar en sitios a los que yo no puedo.
No creía lo que escuchaba pero el colmo fue cuando me dijo:
-Si alguna vez puedes, saca a mis hijos de aquí. Por lo menos sabré que mis nietos no vivirán las promesas de que el futuro será mejor.
Sus hijos aprobaban con la cabeza y confirmaron luego su deseo de irse de la isla.
Es desconcertante que alguien, aunque fuese en privado y jamás lo reconozca públicamente por razones obvias, se autoexamine por dentro y de por fracasado lo que ha defendido durante toda su vida. Es un rasgo de madurez pero también puede ser motivo de enajenación.
No es un caso peculiar. La mayoría de los jóvenes quieren irse de Cuba. Cuando vivía en la isla alguna vez pude sentarme en un parque a despejar los fantasmas de la escritura y más de una vez se sentaba a mi lado algún conocido con las mismas pretensiones: “ya no aguanto esto, aquí hay que largarse”, era la frase más repetida y espero que no todos fueran agentes secretos que querían sacarme información. Los niños pioneritos y los jóvenes sonrientes que salen en las televisiones del mundo alabando las bondades del sistema y su filiación con la “Revolución” es un globo dentro de una historieta. Cuando se enfrentan a la vida laboral, los avatares los devuelven a la cruda realidad del día a día y terminan por fijar su futuro en el extranjero.
Ambas anécdotas dan fe de dos de los más grandes fracasos del castrismo. No generar riqueza ni esperanza por el futuro. Por desgracia la educación y la salud, los dos caballos de batalla del castrismo –porque el mérito es del castrismo, le guste a quien le guste y le pese a quien le pese– tienen más defectos que virtudes. Primero porque su universalización ha sido asumida por otros países sin necesidad de amordazar en derechos a sus ciudadanos y segundo porque no son gratuitas sino sufragadas por los sueldos de miseria que se pagan en la isla por parte del mismo que dice crear empleo: el Estado.
Creyentes del sistema desencantados, estudiantes universitarios que se sorprenden con que los esclavos del siglo XIX tenían mejor alimentación y jóvenes que no quieren creer la misma promesa que le hicieron a sus padres: “trabajamos para un futuro mejor”. Este es el verdadero balance del castrismo. Lo peor es que Castro II ha dicho que está dispuesto a dialogar con el gobierno de Obama sin condiciones previas, y si les ponen condiciones, los cubanos están dispuestos a esperar otros cincuenta años. ¡Triste situación! Quizás deberían prestar atención a la letra de Foto de familia, del cantautor cubano Carlos Varela y que recoge el sentir de la mayoría de los cubanos de una y otra orilla:
Detrás de todos estos años
detrás del miedo y el dolor
vivimos añorando algo
y descubrimos con desilusión
que no sirvió de nada, de nada.
Y lo que es peor, que el embargo no ha tenido que ver con ello.
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